Camila
Como frecuente consumidor de prensa del corazón quiero testimoniar mi más decidida toma de partido por Camila frente a Diana en el apremiante asunto de las afinidades eróticas del príncipe Carlos de Inglaterra. Ignoro si es necesario escribir al príncipe o a la Cámara de los Lores o a la de los Comunes, pero espero que el embajador del Reino Unido en Madrid haga llegar esta columna a quien procediere para que conste. No es una decisión fácil, ni precipitada, la mía, porque desde hace años he seguido este delicado enredo y si bien en un principio consideré la inclinación por Camila como una excentricidad del heredero, tan partidario de la arquitectura Tudor que ni siquiera acepta la posvictoriana, con el tiempo he ido comprendiendo las ventajas carnales y espirituales de la señora Camila, no hecha para desplegable de Play Boy, pero si para la sinceridad de las habitaciones para dos con poca luz y mucha voluntad de tacto.El erotismo de Diana es de hornacina del Museo de la Tuberculosis o de caja de camión de transporte largo, para sueños de bachilleres inmaculados o de camioneros que nunca han probado un blinis con caviar de caracol ni un pastel de ancas de rana. Camila es como un buen pastel de riñones y abastece la imaginación erótica de cuantos consideramos que no deben estar reñidos la realidad y el deseo. Camila empezó a resultarme indiscutible cuando se divulgaron las conversaciones lascivas que era capaz de sostener con el príncipe y de salir luego a la calle con la misma expresión de experta cazadora de príncipes ingleses malmaridados. Dentro de la silueta de una fondista de novela inglesa del XVIII, Carlos de Inglaterra ha sabido encontrar el cuerpo de una reina y una conversadora aceptable sobre arquitectura Tudor.
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