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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Reforma realista

TRAS UNA sucesión de escándalos familiares, lo que la soberana Isabel II llamó un annus horribilis, con adulterios y separaciones, y, ahora, el inminente divorcio de Carlos, heredero del trono, la monarquía británica va a acometer un plan de reforma que, presumiblemente, la aleje del ojo del huracán, haciéndola mucho más contemporánea e incluso democrática.A fin de los años cuarenta, el rey Faruk de Egipto dijo que en medio siglo sólo quedarían cinco monarcas en el mundo: los de la baraja y el del Reino Unido. Quedan algunos más, aunque no su propio trono entre ellos, y si bien acertó en la predicción sobre la corte de Saint James, ese tiempo no le ha sentado nada bien a la monarquía británica, haciéndola envejecer tanto como crece, aunque embrionariamente, el republicanismo en las islas.

El Reino Unido ha sufrido en el siglo XX el tránsito de ser la primera potencia del mundo a convertirse en un segundón. Esa transición se ha cumplido con bastante éxito en algunos aspectos, como en el de la descolonización, lo que pudo hacer pensar que el tradicional empirismo británico había forjado un nuevo ajuste fino entre el ayer y el hoy y que, por ejemplo, en comparación con la Francia que se obstinaba en defender el imperio en Indochina y el norte de África, la britanidad había vuelto a ser gran ejemplo de profesionalidad histórica.

Las difíciles relaciones con la Europa comunitaria, la duda permanente entre un presunto destino atlántico y su incorporación al esfuerzo continental, junto a la inoperancia de la Commonwealth, han probado que la asimilación del Reino Unido como nación posimperial es mucho menos sólida de lo que parecía. El mal que sufre la institución es el de no haber sabido hacer una transición de la monarquía imperial del XIX a la monarquía ciudadana que es hoy la única concebible. Durante decenios se ha querido buscar una nueva utilidad de la familia real en su capacidad de promoción exterior de la imagen y los productos del Reino Unido, pero eso ni siquiera vale ya cuando es la propia imagen familiar de los royals la que se deteriora en el vodevil. Mientras la realeza estaba rodeada por un halo de sacralidad, de lejanía victoriana, los príncipes de Gales podían codearse con los Jack el Destripador de la época, seguros del anonimato de sus escapadas. Hoy, cuando la capacidad de informarse de la sociedad no conoce límites, una familia real, si quiere seguir siéndolo, ha de comportarse como el más irreprochable de sus ciudadanos.

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Aquello era la monarquía imperial, esto es, la ciudadana. Las reformas que va a acometer Isabel II abarcan lo económico, haciéndose cargo de la mayor parte de los gastos que su existencia entraña, hasta lo histórico. El príncipe Carlos, al que nadie sabría negarle una preocupación por sus connacionales, parece desear una desanglicanización de la, monarquía, que haría mucho por acercar la familia real británica a la realidad de su pueblo. Ello supondría la separación de la Iglesia de Inglaterra y el Estado, con lo que el monarca dejaría de ser el defensor fidei, título que le concedió Roma a Enrique VIII en 1521, cuando aún no sabía que el rey iba a instaurar un protestantismo de Estado en el país.

El soberano lo sería, entonces, de todas las confesiones, y no sólo de la anglicana, con la que se identifica no más del 40% de sus súbditos. Ese monarca, también, Podría contraer matrimonio con quien profesara la religión católica, lo que ahora no es posible, y a ese trono podrían acceder las mujeres en plena igualdad con los hombres. Todo ello son propuestas a examinar, y, a no dudarlo, habrá que sopesar delicadamente el estado de la opinión, puesto que todo esto se discute porque existe una opinión que ya no tolera reyes intocables. La monarquía ha servido, en conjunto, más que bien al destino de una gran potencia histórica. Puede seguir haciéndolo. Pero para ello ha de olvidar que existió un imperio.

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