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Reportaje:PLAZA MENOR: RASCAFRÍA

Aromas de leyenda

Un invierno pródigo en nieves y aguaceros ha dejado su generosa impronta en el cauce del Lozoya, sus bosques y sus frondas. Mas como nunca llueve al gusto de todos, los bienes del valle se hacen males con la destrucción que inclementes nevadas llevaron a las cumbres del Guadarrama, causando gran mortandad en los pinares, abatiendo por miles los altivos Pinos de Valsaín. "El río Lozoya", escribió Emesto la Orden, "no lo hizo Dios solamente para dar de beber a Madrid el mejor agua del mundo, sino también para ofrecernos a los madrileños, desde Buitrago has ta Peñalara, un anticipo verde y blanco del paraíso".Madrileños, segovianos, nacionales y foráneos agradecen, quizá en demasía numérica en estos días estivales, los dones de la naturaleza, en los alrededores de la cartuja de El Paular, recuperada y habitada ahora por monjes benedictinos. Durante décadas de incuria y abandono fueron las dolientes ruinas de este monasterio refugio predilecto, hábitat escogido de las musas que insuflaron su hálito triste y nemoroso a poetas y pintores viajeros, intelectuales, políticos como Azaña, narradores y pedagogos de la Institución Libre de Enseñanza, descubridores y divulgadores de la belleza del Guadarrama, en la buena senda de don Francisco Giner de los Ríos. La melancólica grandeza de El Paular arruinado, en un exuberante y opulento marco natural de verdor, despertó, incluso, la veta romántica en un escritor tan poco dado a las ensoñaciones como el austero Pío Baroja, que a principios de siglo recorriera estos parajes en su obra Camino de perfección. En El Paular, poesía y leyenda, el monje benedictino Ildefonso M. Gómez, con minuciosidad y amor, recoge una asombrosa antología de voces y de ecos que resuenan en la literatura desde las bóvedas de la antigua cartuja, en las gargantas de sus valles y en las escarpaduras de sus montes. Aquí se escuchan las pícaras serranillas del arcipreste trotamundos y trotaconventos y del marqués de Santillana, los sonoros versos de Rubén Darío, las meditaciones epistolares de Gaspar Melchor de Jovellanos o las cinceladas estrofas de Teófilo Gautier. Sin olvidar las sentidas rimas de Enrique de Mesa, anfitrión y guía de caminantes en los albores de este siglo, de su amigo y tocayo Enrique de Vega, vate festivo e ingenioso, y las aportaciones líricas de algunos monjes poetas. Para inscribir el nombre de la que fuese primera cartuja de Castilla en los anales del arte ' y la cultura, sobrarían los méritos de su florida y singular arquitectura, donde se funden el gótico, el renacimiento y el barroco. La delicada majestad de su espléndido retablo de alabastro, "el más bello retablo español de último gótico", como señaló el marqués de Lozoya, es la joya simpar que resume las glorias del conjunto, que nacería, dice la tradición, en cumplimiento de una promesa de Enrique II de Trastamara, que dejó a sus descendientes el encargo en su testamento. Tradición puesta en entredicho por autores modernos que se limitan a fechar los inicios de su edificación en 1390 durante el reinado de Enrique III. Puestos a sumarle innecesarios méritos a este singular enclave, hay quienes afirman que de un molino de papel. que aquí manejaban los monjes, y por tanto de la madera de los bosques colindantes, surgió la materia prima sobre la que se imprimió la primera edición del Quijote.

La explotación maderera de esta zona está a cargo de una compañía belga desde hace más de' un siglo. Polémica factoría contra la que se rebelan algunos vecinos del cercano pueblo de Rascafría, que ven con malos ojos cómo los frutos de sus bosques parten hacia lejanas latitudes sin dejar apenas riqueza en el pueblo, entre otras cosas por la mecanización de los trabajos y por el mínimo canon que, los madereros pagan por la tala, en función de obsoletos privilegios. Las sirenas de la compañía belga siguen marcando los horarios de los vecinos de Rascafría. La bien ganada fama de su valle, los méritos de su gloriosa cartuja y la alta ocupación del hotel contiguo al monasterio, que ocupa las dependencias del palacio de Enrique IV, han atraído sobre Rascafría todos los bienes y los males que traen consigo los turistas y los veraneantes. El desestructurado y arrumbado casco del pueblo se concentra en tomo al humilde y singular edificio de ladrillo del Ayuntamíento y alrededor de la vieja y emblemática olma, salvada milagrosamente y tras muchos esfuerzos de la terrible plaga de la grafiosis, que a punto ha estado de acabar con la especie. Una parte del vecindario no está de acuerdo con el plausible propósito de hacer de estos contornos parque natural y prefiere el lucro a corto plazo del turismo masivo. En la Plaza Mayor, Asun y Liz abren su ecológico comercio Candela, y en la otra esquina del caserón, fechado a comienzos de este siglo, sus hermanos regentan una carnicería que recuerda la tradición ganadera de estos valles. Al lado, en un edificio algo más antiguo, se encuentra un taller en el que confluyen el metal, que trabaja allí con esmerado oficio Cherna Guevara desde hace 12 años, con el vidrio y la cerámica, que moldea una artesana afincada en un pueblo cercano.

Del florecer artístico y artesano de Rascafría y su comarca da cuenta la exposicón Oficios del parque, organizada por la Consejería de Medio Ambiente y Desarrolló Regional, donde se muestran trabajos en metal, madera, cerámica, construcción de instrumentos musicales, iconos y dulces caseros, elaborados por jóvenes profesionales afincados en la zona. La muestra se abre en una casona ubicada frente al monasterio, junto al puente del Perdón, en el sombrío camino de la Casa de la Horca, residencia en la turbulenta Edad Media del verdugo local. En el puente del Perdón, los quiñones, señores de horca y cuchillo con bula para impartir justicia, daban su postrero e inapelable veredicto.

Junto a El Paular, que viene de pobolar, bosque de álamos blancos, florecieron a lo largo de los siglos los mitos y las leyendas. Aún quedan gentes que dicen oír en la noche los aullidos endemoniados del perro flamígero que brotan del estanque de la huerta monacal cuando suenan las doce.

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