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A dos velas

Es la fatalidad del fin de semana, un virus, pariente pobre de los que arruinan el ordenador y aprovecha la tarde del viernes para esparcir sobre la ciudad una penitencia por los vicios colectivos de quienes permanecimos en Madrid. Esta vez le tocó al fluido eléctrico, ya saben, eso que hace día de la noche y permite el funcionamiento de la televisión, los relojes digitales, el contestador automático y el frigorífico. Los espíritus simples suponen que ha saltado un plomo, hasta que comprueban la correcta eliminación de la batería de conmutadores. Salimos al rellano con la secreta esperanza de que la oscuridad reine en todo el inmueble y el desperfecto ampare una consoladora maldición general. Pero no. La luz de la escalera alumbra; apurando una brizna de optimismo, pulsamos el timbre del vecino, que ya está camino de su residencia campestre en la Alcarria. Nos llega el ridículo tintineo, demostrativo de que tiene corriente.Los conocimientos en el ramo de la electricidad son muy limitados, y nuestro temor, reverencia¡. De la calle sube como un vaho el resplandor de las farolas que intentamos orientar en la búsqueda de esa linterna que jamás aparece. Damos con una caja de cerillas, consumida en la también inútil pesquisa de los cabos de vela en cuya existencia creíamos. Antes de agotar la última, tomamos la dramática resolución de prender unos blandones embutidos en regalado y cursi candelabro de alpaca, art déco.

Esclarecidos de esa guisa, iniciamos lo que debíamos haber hecho enseguida: la búsqueda del electricista. Algo de paz regresa al corazón al comprobar, sobre el poco manejable tomo de las páginas amarillas, que quizá Madrid se encuentre rezagado en algunos servicios con relación a otras capitales occidentales, pero no en cuanto a la muchedumbre de técnicos en esta materia con disposición las 24 horas, incluidos los domingos y festivos, listos, en 20 minutos, a dispensar el socorro solicitado. Parece que el único problema sea el de la elección, que recayó en el considerado más próximo. La amable voz escuchó con atención las quejumbrosas vaguedades con que intentábamos describir el poblema. "Si no es en el piso ' recurran a la empresa correspondiente, puede que sea asunto de ellos. Su trabajo es gratuito y yo cobro 12.000 pesetas sólo por el desplazamiento".

Entramos en contacto con la compañía; los técnicos se encontraban atendiendo otros avisos y acudirían una vez despachados. Dos horas y media después hurgaban en lugares de los que poseían la llave, para declarar, con acento profesional y desapasionado, que su capacidad concluía ante aquel amasijo de cables y conmutadores propiedad y responsabilidad de la suministradora. "No estamos autorizados para manipular otra cosa. Llamen a un electricista", fue el dictamen, a las tres y veinticinco de la madrugada, cuando el calor veraniego fijaba nuestro cuidado en las vituallas del paralizado frigidaire. Intentamos recuperar la colaboración del primer llamado, y a. esas alturas de la noche nos respondió el contestador automático. Sin duda, -recorría la urbe, como otros colegas, combatiendo el fatídico virus, en auxilio de otros desventurados munícipes. No era momento de selectividades, Hacia las cuatro y pico se presentó otro individuo, con mono azul, para realizar una salvadora chapuza, válida hasta los comienzos de la semana. "Sustituyan toda la instalación, está hecha una porquería", fue el diagnóstico emitido mientras extendía una factura por 19.140 pesetas.

Las horas habían pasado bajo el amarillento resplandor de los rizados cirios, que revelaban voluminosas sombras en las paredes. Cuando la luz se hizo, de repente y en silencio, la casa entera relució como nunca, y surgió desde el televisor el animado diálogo de una película checa de arte y ensayo en versión original. Del corazón brotó una plegaria de gratitud hacia Thomas Alva Edison, arcángel vencedor de las tinieblas. Dos platos de Viana do Castelo, supervivientes de tres mudanzas, y el lomo dorado de algunos libros me enviaron un guiño chispeante de seguridad y confort. Antes de caer derrengado en la cama, pensé en los cuatro mil duros de aquella noche pasada a dos velas, y me parecieron la equivalencia de los que hace mucho tiempo podía uno gastarse durante una juerga en Villa Rosa.

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