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Tribuna
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España se relaciona con el éxito

Luis Gómez

Una buena noticia es tener constancia de que las 22 medallas obtenidas en los Juegos de Barcelona no fueron un hecho aislado. La comparación entre Seúl (4 medallas) y Atlanta (17) es lo suficientemente llamativa como para declarar que el deporte español ha dado un indudable salto de calidad. Nuestra participación en unos Juegos Olímpicos ya no es testimonial: nos hemos subido al carro de las potencias que van detrás de los grandes. Hemos logrado, en definitiva, adecuar nuestro nivel deportivo a nuestro nivel económico, una lacra que nos perseguía en la década de los 80. Pero sobre todo, el ciudadano español puede atender a la televisión sin complejos: donde tenemos que ganar, ganamos. Salvo en el fútbol, naturalmente; el fútbol, dada la experiencia conjunta de la Eurocopa y los Juegos, se nos ha quedado algo rancio: nos sirve como producto de consumo interno porque sustenta nuestra dieta diaria, según discutamos si quemar en la hoguera a Clemente o al entrenador de turno según el discurrir de la temporada. Acaso el fútbol termina como depositarlo de nuestros peores valores.Si establecemos un segundo nivel en la interpretación, España habrá conseguido medallas en diez especialidades distintas (waterpolo, atletismo, ciclismo, yudo, gimnasia, tenis, hockey, Balonmano, boxeo y vela), un caudal de premios lo suficientemente repartido como para no dudar de nuestro potencial. Países con medallas en más de diez especialidades no hay muchos. Más bien, pocos. Finalmente, España habrá obtenido 17 medallas, pero habrá competido por obtener más de 20, si se tienen en cuenta los fracasos de la esgrima y el tiro, y la falta de fortuna de la gimnasia artística (con Carballo), además de la decepción de última hora con Martín Fiz en la maratón. En Seúl, en 1988, España obtuvo cuatro medallas, pero apenas compitió por obtener alguna más.

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17 alegrías y cinco decepciones

El deportista español, cuando está adecuadamente pagado y se prepara con rigor, es un deportista competitivo. Esa es la verdadera clave del cambio: se han desterrado algunos males congénitos como la falta de planificación o el recurso al hombre milagro. Por esa razón, las previsiones se aproximan bastante a la realidad. Nuestros medallistas han llegado precedidos de éxitos en competiciones internacionales y no hacían otra cosa que refrendarlos en unos Juegos. No ha existido improvisación. Tampoco esa rara mezcla de fortuna y coraje. Quienes han ganado estaban entre los aspirantes. Se acabaron las sorpresas y eso es de agradecer.

Desde hace algún tiempo a esta parte, se tiene en Europa al español como un competidor temible, que no cede fácilmente, que se lleva muy mal con la derrota y que alcanza la élite bien preparado, dotado de los técnicos pertinentes o sufragado por un patrocinador generoso. La etiqueta de la furia española caducó felizmente como recurso para maquillar tantas carencias. El grueso de nuestro medallero tiene apellidos que nos resultan familiares y que gozan de prestigio mundial, desde Induráin y Olano hasta Fermín Cacho pasando por Arantxa, Conchita, Bruguera y Teresa Zabell. Todos ellos garantizan títulos cada temporada. Todos ellos y unos cuantos más nos han habituado a relacionarnos con el éxito. Todos ellos han sido útiles para quitarle definitivamente muchos complejos al ciudadano español.

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