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Una vida

Juan José Millás

Siempre tuve responsabilidades excesivas. Fui hijo único de unos padres. mayores cuya salud era una pena, así que me pasaba el día cuidándolos mientras la gente de mi edad, en el misterioso Madrid de aquella época, se iniciaba en los vicios que constituyen la salsa de la vida. A veces, mientras esperaba la hora de darle el jarabe a mi padre o de ponerle la inyección a mi madre, me asomaba a la ventana y contemplaba, melancólico, a los hombres que acudían al burdel de enfrente de casa. Soñaba con sus cortinas rojas y sus camas altas de cabeceros dorados, y también con la ropa interior de sus mujeres. Y deseaba, Dios me perdone, que mis padres fallecieran para poder incorporarme al ritmo normal de la existencia. Pero ellos no fallecían: las enfermedades les habían proporcionado una fortaleza algo ruinosa, pero mas eficaz que una salud de hierro. A mí, además de ir al burdel, me habría gustado fumar, pero los dos estaban de los bronquios y el médico me lo desaconsejó, de manera que ni ese vicio (tan barato e inocuo en aquella época) me fue permitido.Cuando ya empezaba a pensar que eran eternos, murieron a causa de un accidente doméstico (la defectuosa combustión del calentador de gas) en el que nada tuve que ver. De hecho, iras la autopsia, la policía no me hizo una sola pregunta. Al fin se abría ante mí un horizonte de libertad. Lo primero que se me ocurrió fue ir al estanco para empezara fumar cuanto antes, con tan mala fortuna que me enamoré de la empleada. Ella me desaconsejó iniciarme en ese hábito insignificante, porque, por lo visto, mientras yo me ocupaba de mis progenitores se había demostrado sin lugar a dudas que producía cáncer. En cambio, nos casamos enseguida y nos quedamos a vivir en la casa de mis padres, frente al burdel, al que no me pareció conveniente acudir en los primeros tiempos del matrimonio.

Lo malo es que enseguida empezamos a llenarnos de hijos y mi mujer me aseguró que podría resultar traumático para ellos ver entrar y salir a su padre de una casa de mala reputación. Además, me pasaba el día trabajando para sacar adelante a la familia, de manera que no tenía tiempo para nada. Algunos sábados me asomaba a la ventana y miraba a la casa de enfrente con tristeza, imaginando a las prostitutas envejeciendo dentro de su ropa interior al mismo tiempo que yo en el interior de la casa donde ahora, poco a poco, fallecían mis ilusiones. Pensé que quizá nos jubilaríamos a la misma edad y que coincidiríamos tomando el sol en el mismo banco del parque. La idea me excitaba mucho sexualmente, pero mi mujer siempre andaba ocupada en los asuntos de la casa y no me hacía caso.

Entonces decidí que cuando fuera viejo, una vez descargado de las responsabilidades familiares, me convertiría en un vicioso absoluto, incluso me haría drogadicto. Mis últimos años serían de un desenfreno tal que compensarían con creces la atonía de mi existencia anterior. Este propósito abrió un horizonte nuevo en mi vida y creo que hasta me rejuveneció, lo que resultaba fatal para mis intereses, pues lo que yo necesitaba era hacerme viejo cuanto antes.

Los hijos crecieron y mi mujer falleció en un accidente doméstico (también de gas) en el que tampoco tuve nada que ver. Mis hijos, al ver que no me podía valer porque estaba muy torpe, la verdad, me llevaron a una residencia de ancianos de la Comunidad. Yo pensé que estos lugares funcionarían a imagen y semejanza de la vida, así que al día siguiente de que me internaran empecé a preguntar a otros internos quién controlaba el negocio de la droga, pues quería hacerme cocainómano cuanto antes.

Pero allí, no sé por qué, estaban prohibidas las drogas. Me interesé entonces por el prostíbulo, y tampoco había prostíbulo. Ni estanco. No había nada, excepto una red de informadores que me denunció a la dirección, así que fui trasladado al ala de los viejos dementes, donde al menos cada seis horas me ponen en vena una cosa muy parecida a las drogas que me hace dormir. Entonces sueño con haber llevado otra vida diferente, de mujeres y alcohol, por ejemplo. Ya no es posible. A lo mejor, de todos modos, aunque me parece que sí, no habría tenido aptitudes. Pero cómo saberlo.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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