El más grande
Resultaría sencillo decir a la luz de los números que Carl Lewis es el mejor atleta de todos los tiempos. Ha ganado más que nadie y ha durado más que nadie. Son tantas las medallas y las grandes marcas que su autoridad es indiscutible. Tampoco se puede discutir su capacidad para transformar lo corriente en extraordinario. Cuando no quedaba nada más, siempre estaba Carl Lewis para acudir al rescate de la competición o para convertirse en el personaje central de la obra. Uno de los momentos más memorables de los Juegos de Barcelona se produjo en su huracanada carrera frente al cubano Isasi en la prueba de relevos. Por cierto, Lewis sólo era suplente de aquel equipo, pero el efecto de la victoria en el salto de longitud fue de tal magnitud que finalmente fue titular y se llevó todos los flashes. Como ayer. Como siempre.Pero si los datos y el recuerdo de su clase son suficientes para proclamar su grandeza, hay un aspecto todavía más definitivo. Sin Carl Lewis, el atletismo no sería lo que es hoy: un deporte profesional donde corre el dinero y la publicidad para los mejores. Cuando Lewis empezó su carrera deportiva, el atletismo era el bastión del amateurismo, de los hipócritas valores que defendían los ancianos dirigentes del Comité Olímpico y de la Federación Internacional de Atletismo.
Todo cambió con Lewis y con la apasionante pugna que mantuvieron durante cuatro años Sebastian Coe y Steve Ovett. Aquello valía dinero. Aquello tenía audiencia. Y sólo podía sostenerse si se generaba una potente estructura profesional, una estructura que ha permitido convertirse en millonarios a estrellas de todos los continentes y que ha generado ingentes beneficios al COI y la Federación. Todo eso no hubiera ocurrido sin la aparición de Carl Lewis. El más grande.
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