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El valle de los huesos

Antonio Elorza

Las pinturas de la sinagoga de Dura Europos, ejecutadas en el siglo III y conservadas hoy en el Museo de Damasco, ofrecen un resumen en imágenes de la historia bíblica del pueblo de Israel. Algo que la guía oficial, re dactada en 1990 por cierto Alí al Souki, esconde todo lo que puede al omitir incluso que las imágenes reproducidas corresponden a la sinagoga y adjudicarles unas leyendas explicativas consistentes en citas del Corán. El autor juega también con la actualización de los temas: no son los filisteos bíblicos, sino los palestinos, quienes vencen a los judíos y les arrebatan el arca de la Alianza. La lucha contra el sionismo del presidente Hafed el Asad se lleva al campo de batalla poco propicio de la historia del arte con el poco brillante resultado de destacar el plagio que en muchos pasajes encierra el Corán respecto del antecedente bíblico.Pero volviendo a la iconografía de Dura Europos, las más impresionantes, dentro del estilo naïf que las caracteriza, corresponden al castigo divino sobre los israelíes, que origina la destrucción de sus casas y de sus vidas: "Henchiré de muertos tus colinas" y "no serán ya habitadas tus ciudades", conforme reseña el libro de Ezequiel. El profeta es llevado entonces a "un campo que estaba lleno de huesos", pero es para mostrarle que va a hacerles revivir y reconstruir con ellos un solo reino bajo el cetro de un nuevo David: "Yo tomaré a los hijos de Israel de entre las gentes a que han ido, juntándolos de todas partes, y los traeré a su tierra". El Corán del editor oficial da una larga cambiada para evitar el significado de ese renacimiento nacional, que desde la sima del cautiverio de Babilonia fija un objetivo milenarista aún hoy vivo en buena parte de los israelíes. También advierte Ezequiel que ese fin será alcanzado tras la victoria, propiciada por Yahvé, sobre los invasores de Gog y Magog, a quienes destruirán con ayuda de aquél. Quedaba abierta la vía para la fijación de un Estado teocrático, cerrado sobre sí mismo, instrumento desesperado de Dios, por contraste con la significación universalista que, como subraya Jean Bottéro, corresponde al mensaje bíblico en cuanto a las relaciones entre Dios y el hombre. De un lado, la utopía exclusivista (pueblo elegido) y teocrática; de otro, el drama de la asimetría entre Dios y el hombre en el libro de Job. Y antes del happy end, en sus páginas, la imagen de un Dios que tolera y preside la injusticia.

No ha sido Yahvé, sino un proceso histórico cargado de tragedia lo que ha hecho realidad la profecía de Ezequiel. El holocausto ha sido el más terrible valle de los huesos que pudiera imaginarse. A partir de ahí, la tensión permanece en el casi medio siglo del Estado de Israel, entre la dimensión humana, el proyecto de dar contenido a la organización política del pueblo judío mediante unas instituciones de vocación universalista (democracia, socialismo agrario) y la inevitable tentación de insertar lo ocurrido en una secuencia inscrita en la teología histórica. Paradójicamente, tras la matanza nazi prevalece el impulso transformador: fiel a su tradición, y precisamente por ella, Israel se siente capaz de dar vida a ' un sentido comunitario de la vida social y política. Pero lo hace en un marco esencialmente perverso de destrucción del otro. Desde su óptica de portavoz de un pueblo elegido, Ezequiel no reparó en un pequeño detalle: ¿qué iba a suceder con los habitantes del territorio adonde retornarían los judíos? Desde la perspectiva teocrática, no existe el problema y lo esencial es la reocupación de la tierra prometida. En la práctica, la construcción y supervivencia de Israel ha supuesto medio siglo de guerras larvadas o abiertas, el desgarramiento y la expropiación del colectivo árabe palestino y, en definitiva , una situación de permanente inseguridad para el Estado judío.

Esto es lo que podía y puede resolver el presente proceso de paz para Israel, y en términos extremadamente favorables. De consumarse, el pequeño Estado palestino resultante, partido en dos y con una superficie menor que la de la provincia de Madrid, teniendo que garantizar las comunicaciones entre los asentamientos judíos, quedaba en abierta situación de subordinación de facto. Aceptar la paz era para Yasir Arafat y su pueblo asumir como mal menor una derrota histórica. Al margen de que Israel donaba lo que no era suyo y que estaba condenado a evacuar de acuerdo con las resoluciones de la ONU. Quedaba la espinosa cuestión de Jerusalén, la doble capital, no tanto porque fuera una ciudad sagrada para los árabes, al-Quds, desde donde supuestamente Mahoma emprendió su vuelo celestial (en un claro intento de captación e imposición a los dos credos rivales monoteístas: en el Corán ni se la menciona), sino porque, pura y simplemente, el este de la ciudad es árabe hoy como lo fuera desde hace siglos, y allí está la mezquita de la Roca. Tema difícil, pero que cuenta con antecedentes resueltos de doble capitalidad, como Roma y la ciudad del Vaticano. También lo era, obviamente, la resolución de los conflictos hidrográficos y de seguridad asociados a la devolución del Golán. Pero, conviene recordarlo, no serían pérdidas, sino devoluciones. La paz valía ese precio, así como el esfuerzo de soportar los atentados que inevitablemente habría de propiciar la insatisfacción de grupos palestinos radicales.

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La convergencia de integrismo y sentimiento de inseguridad ha hecho que las cosas fueran de otro modo. Primero, con el asesinato de Rabin. Segundo, por la amenaza que representa la victoria del Likud y partidos religiosos en torno a Benjamin Netanyahu en las elecciones parlamentarias. La concepción teocrática de Israel se ha impuesto. Apruébense o no las trayectorias sobre el tema palestino de hombres como Rabin o Peres, lo cierto es que habían enfilado esta vez el camino de la paz y el reconocimiento del Estado palestino. El uno ha muerto y el otro ha sido derrotado por ello. No es algo sobre lo que quepa trivialización, abriendo paso al wishful thinking de que Netanyahu va a hacer lo mismo porque no hay otra cosa que hacer. Es un razonamiento falso, muy acorde con la posición de esos jefes de diplomacia perfectamente inútiles que han florecido en estos últimos años en torno a la crisis bosnia. Como es también inexacta la evocación del papel del Likud en la paz con Egipto: entonces se trataba de eliminar un enemigo militarmente muy, peligroso -guerra de 1973- sin tocar a la tierra prometida; la contrapartida de la paz fue consolidar la política de asentamientos en CisJordania que en sí misma hace casi imposible una paz real.

Netanyahu ganó en nombre de la defensa de los asentamien- Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior tos y del triple rechazo al reconocimiento de un Estado palestino, de negociar sobre Jerusalén y de devolver el Golán. Tras la victoria, se llenó la boca de paz, como mandaban los cánones de la publicidad, pero ni siquiera habló de Yasir Arafat. El recurso para escapar a la realidad consistió en un insospechado afecto hacia Simón Peres, a quien antes cubrió de lodo. La respuesta de los líderes árabes fue, lógicamente, desconfiada y juiciosa. La de Hezbolá, llamar de nuevo a la puerta de la muerte y filmarlo con vídeo. En público, la de Europa y Estados Unidos, nada: buenos deseos. Cuando es claro que si Netanyahu cambia de rumbo es porque Occidente, no los árabes, le fuerzan a ello. Sin presiones eficaces querrá paz, pero inaceptable para los demás, y en primer término para Arafat. El líder palestino se encuentra ya al borde del abismo y no puede hacer una concesión más sin autodestruirse. El valle de los huesos puede ser de nuevo -y no es arriesgado aquí jugar a profeta- la representación emblemática de la historia.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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