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El Estado catequista

Uno de los logros de nuestra Constitución de 1978 ha sido la superación del tradicional y beligerante confesionalismo de los poderes públicos en nuestra historia, causa de no pocos de nuestros pasados problemas políticos; sin embargo, de una manera subrepticia y concordada el confesionalismo parece que quiere volver por sus fueros: el jefe del Estado participa como tal o por delegación en la ofrenda a nuestro señor Santiago, formulando una oración en un templo católico; las fuerzas y cuerpos de seguridad ciudadana celebran oficialmente no a los héroes y prohombres de la libertad, sino a patrones celestiales como la Virgen del Pilar -con título de capitana- o a los Ángeles Custodios; la celebración del dogma de la Inmaculada Concepción, cuyo sentido ignora la mayoría de la población, incluidos los católicos, compite con la celebración de la Constitución, y para más inri no hay equipo de fútbol que no gane una copa que no peregrine a la Virgen del lugar: Almudena, Pilarica, Amatxo de Begoña... para dedicarle su triunfo, metiendo así a Dios y a los santos en sus particulares emulaciones deportivas, en claro y antideportivo tráfico de influencias ante la corte celestial.Ahora, lo que nos faltaba: se quiere incorporar la asignatura de religión en el currículo académico como si de una asignatura más se tratara. Se rompe con ello, a mi juicio, el último límite de una consideración verdaderamente aconfesional del Estado, y por otro lado creo que se hace un flaco favor a la verdadera religiosidad, que, a lo que parece, no puede sobrevivir entre nosotros si no cuenta con el apoyo del Estado catequista.

Entiendo yo que la misma enseñanza de una religión determiniada en centros públicos, aun sin valor académico, en la escuela pública es ya una importante concesión al confesionalismo, que rompe en cierto modo la neutralidad religiosa del Estado e interfiere en la misma ordenación de los horarios lectivos, estableciendo discriminaciones en el interior de la comunidad escolar entre unos alumnos y otros en función de adscripciones confesionales; pero llevar el asunto hasta pretender cualificar como asignatura académica a la religión me parece ya manifiestamente anticonstitucional. ¿Cuál es la finalidad de la enseñanza religiosa sino la catequesis, es decir, la indoctrinación de principios, actitudes, sentimientos inspirados en una revelación y en una tradición determinadas? ¿Qué sentido tiene equiparar una enseñanza de esta naturaleza con el aprendizaje de la química, la geografía, las matemáticas, la historia o la ética? ¿Qué religión es esa que no es capaz de generar espontáneamente sus propios medios de catequesis, de motivar a sus adeptos para profundizar en su fe, y precisa del apoyo de la burocracia del Estado para realizar esa tarea? ¿En qué posición quedan los ciudadanos feligreses de otras Iglesias o de ninguna que no puede computar académicamente sus conocimientos sobre Lutero, Calvino, el Talmud, el Corán, el Tao, Spinoza, Nietsche o Marco Aurelio?

Tengo para mí que este proyecto de insertar la religión católico-romana en el currículo académico es un signo de prepotencia política, pero de debilidad religiosa. De esta manera, la propia Iglesia reconoce así su incapacidad para transmitir sus enseñanzas, sin contar con la plausibilidad y el prestigio de una asignatura curricular. ¿Dónde quedan las palabras de san Pablo: "Hablamos sabiduría entre los que han alcanzado la madurez en la fe; no la sabiduría de este mundo" (1 Corintios 2,6)? Parece ser que la Iglesia-aparato quiere igualar su sabiduría a la sabiduría de este mundo y que compute como tal.

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Ha faltado entre nosotros una clara conciencia de la importancia del laicismo como espacio de libertad individual, en el que cada uno pueda seguir sus propias luces sin presiones ni condicionamientos institucionales, de ahí la escasa beligerencia con la que hemos reaccionado frente a ciertas concesiones de confesionalismo como las mencionadas. No se trata de tocar a rebato y resucitar la vieja cuestión religiosa que tanto arruinó la convivencia política durante la II República, pero quizás ha llegado el momento de que quienes creemos realmente que la laicidad del Estado es un componente importante de la ética política de la ciudadanía no podemos ya simplemente decir "Por la paz, un Avemaría".

¿Qué necesidad real tiene el catolicismo de que su doctrina sea incorporada como una asignatura al currículo académico? ¿En qué medida va a hacer eso a los niños católicos mejores en su fe religiosa? ¿No es esa medida más bien un acto de confesionalismo ofensivo para la mayoría sin beneficio real para nadie? ¿No es suficiente consideración para con la Iglesia católica romana el actual sistema concordatario: el sostenimiento de los sacerdotes católicos a cargo del Estado, la enseñanza de la religión católica en la escuela pública en horario lectivo, el sostenimiento mediante subvenciones de la escuela confesional?

No es casualidad, a mi juicio, que en Francia haya sido precisamente Jean-Marie Le Pen quien haya abanderado con más rentabilidad política la celebración del milenario del bautismo de Clodoveo, rey de los francos, como un signo de exaltación comunalista, ni que la dictadura de Franco tuviera como timbre de honor la confesionalidad católica del Estado surgido de la guerra civil: hay una cierta vinculación ideológica en los países sociológicamente católicos entre confesionalismo y proclividad antidemocrática y liberticida. Curiosamente, el fenómeno no es igualmente transportable a los países sociológicamente protestantes en los que la existencia de una religión establecida no es incompatible con sociedades muy liberales: Holanda, Suecia, Inglaterra...

No vamos a resucitar el fantasma -tan fácil de manipular políticamente- del anticlericalismo Comecuras, pero creo que sí podemos decir a nuestros conciudadanos católicos que respeten la actual situación de la enseñanza religiosa y que renuncien a la imposición de un trágala de esa naturaleza, que nada bueno puede aportar a la verdadera religiosidad y, en cambio, tan lesivo puede ser para nuestra convivencia por lo que tiene de menosprecio de la Constitución.

Es hora de que, sin perjuicio de los importantes problemas materiales que deben interesarnos políticamente (paro, convergencia europea, terrorismo, regeneración de las instituciones), concedamos también la importancia que se merece a cuestiones más espirituales, como el respeto a las conciencias individuales garantizado por la neutralidad religiosa del Estado, de modo que podamos crear entre todos y para todos un espacio de moralidad civil en el que podamos encontrarnos, sin renunciar por ello cada uno de nosotros a su inspiración particular. Así sea.

Javier Otaola es letrado de los servicios jurídicos del Gobierno vasco y autor del libro La masonería hoy. Razón y sentido.

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