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Reportaje:Paisajes de guerra con Chechenia al fondo /4

Urbicidio, matanzas, fosas comunes

El 11 de diciembre de 1994, el Ejército ruso invadió la República de Chechenia "para restaurar el orden constitucional" y eliminar un régimen "de criminales y bandidos". Según el ex ministro de Defensa Pável Grachov, la operación debía durar unas horas: un simple paseo triunfal. Diecisiete meses después, el "paseo" ha causado alrededor de 40.000 víctimas civiles -entre ellas, numerosos rusos instalados en Grozni-, las bajas del Ejército ocupante se cifran en unos 10.000 muertos y desaparecidos en acción y la devastación de la capital, poblaciones menores y aldeas chechenas es solamente, comparable, en extensión e intensidad, a la ocasionada en algunas ciudades rusas y alemanas durante la Segunda Guerra Mundial. En poco más de un año y medio de conquista, el Ejército ha sufrido casi tantas pérdidas como en los 12 años de su aventura desastrosa en Afganistán.Como en Afganistán, los nuevos dirigentes del Kremlin intentaron primero maquillar la operación como obra de un grupo de "patriotas" resueltos a deshacerse de la tiranía y corrupción de Dudáiev. En noviembre de 1994, los tanques entraron por primera vez en Grozni so capa de una "ayuda Traternal" a los chechenos honestos pero la incursión concluyó de manera catastrófica. Los blindados fueron destruidos con lanza granadas y, pese a los desmentidos oficiales de Moscú, que atribuían la irrupción a misteriosos mercenarios, los mandos militares rusos tuvieron que tragarse la humillación de hacerse cargo de los prisioneros generosamente devueltos por Dudáiev. Ni el recuerdo hiriente de la derrota de Afganistán que tanto contribuyó a la caída del régimen soviético ni el de las guerras sucesivas con los chechenos desde la época del imam Mansur trajo a las mientes de Yeltsinn Pável Grachov la eventualidad del atasco paulatino de sus tropas en un lodazal, de su enviscamiento en una liga de la que dificilmente podrían zafarse. De ahí los esfuerzos patéticos de la televisión y prensa estatales por ocultar la penosa verdad de los hechos, encubrir la barbarie, torpeza y desorganización de las operaciones militares, transmutar los descalabros en acciones heroicas, repetir la letanía ritual de la "liquidación inminente de los últimos nidos de bandidos". Pese a tanto empecinamiento en la tergiversación y autoengaño -herencia directa del difunto régimen de la URSS-, las irrupciones de Shamil Basáiev en Budionnovsk y de Radúiev en Kiliar con la vuelta triunfal de ambos a Chechenia no obstante un diluvio de fuego del Ejército que ocasionó más bajas propias que en las filas adversas, abrieron los ojos a un sector de la opinión pública y acrecieron el número de los ciudadanos opuestos a la guerra. Pocos, muy pocos soldados de reemplazo y oficiales o suboficiales desabastecidos y mal pagados desean hoy jugarse la vida y caer gloriosamente en el campo de honor. Chechenia, sin duda, no vale una misa.

La proclamación de la independencia de esta república autónoma de 13.000 kilómetros cuadrados el 27 de octubre de 1991 por el general de Aviación del Ejército soviético Dzhójar Dudáiev recuerda en muchos aspectos a la del imam nakchbandí Naxmudín de Gotso en agosto de 1917, encabezada luego militarmente por el jeque Uzún Haxi: en ambos casos sus autores aprovecharon la oportunidad del derrumbe zarista y el desmembramiento previsible de la URSS. Precursor significativo de Dudáiev, un coronel del Ejército de Nicolás II de origen checheno, Kaitmas Alíjanov, participó activamente en la lucha independentista, primero contra los cosacos y rusos blancos de Denikin y luego contra los bolcheviques. La guerra fue de una ferocidad excepcional y los murids, dirigidos por Mohamed de Balkani, cuya tumba o mazar en Daguestán es objeto de peregrinaje en tiempos menos duros que los nuestros, aniquilaron, a una brigada entera del Ejército Rojo en el valle de Arkán, a escasa distancia de! lugar en el que el 15 de abril de este año un convoy del Regimiento de Infantería Motorizada 245 fue completamente destruido y la dotación de sus tanques calcinada. La guerra concluyó, provisionalmente, en 1925 con la captura del imam Naxmudín y sus lugartenientes en sus reductos montañosos del Cáucaso. Como en la actualidad y en la época del imam Shamil, las aldeas de Vedenó y Bamut sucumbieron tras un asedio pugnaz y despiadado.

Pero, a diferencia del imam Shamil y los jefes religiosos del Emirato del Norte del Cáucaso, Dudáiev no logró aglutinar en torno a su liderazgo a una mayoría compacta y resuelta de chechenos. Su concepción patrimonial del Estado, la fragmentación clánica y su pasividad -algunos llaman complicidad- con la mafia local concitaron discordias y la malquistaron con diversos sectores independentistas. Durante los tres años de su presidencia, la situación reinante en Chechenia era de behetría, abundaban los ajustes de cuentas y florecía la corrupción. Según me confió Osmán Imáiev, ex fiscal general de la República y miembro de la delegación que discutió con los rusos el alto el fuego del 30 de julio de 1995, pasaron por sus manos mi merosos expedientes de desaparecidos en los enfrentamientos de clanes rivales. El trazado del oleoducto del Caspio al mar Negro por territorio checheno suscitaba igualmente la codicia y guerra larvada de intereses contrapuestos Mas lo que no obtuvo Dudáiev por su personalismo y flaqueza, lo alcanzaron en unos días los rusos con su brutal intervención de diciembre y arrasamiento de la capital: la unanimidad casi total de los chechenos en defender su independencia.

Hablar de Leningrado o Dresde, cuyas imágenes de desolación en blanco y negro se grabaron para siempre en mi memoria, no peca de exagerado. El centro de Grozni fue literalmente allanado por la acción conjunta de la artillería pesada, el fuego de los tanques, los proyectiles y bombas arrojados por aviones y helicópteros. El Palacio Presidencial en cuyos sótanos resistía Dudálev, el Parlamento, el Instituto de Ciencias Pedagógicas, el Banco Nacional de la República, el Instituto Superior del Petróleo, el Museo de Abderrahmán Avturjánov, el teatro Lérmontov, el Museo de Bellas Artes, el hotel Cáucaso, etcétera, desaparecieron de la faz de la tierra. Para ocultar la magnitud del urbicidio, montañas de escombros fueron apiladas y arrojadas en muladares y hondonadas fuera de Grozni. La labor de desescombro prosigue y los autores de la "hazaña" han erigido vallas metálicas alrededor de la zona afectada para velarla a ojos indiscretos. A través de sus rendijas y agujeros, se puede vislumbrar aún hoy la actividad incesante de limpiaterrenos y trituradoras. Sólo algunos arbolillos y arbustos salvajes sobreviven a la devastación. En los lejos del cuadro, dos penachos de humo negro coronan los pozos de petróleo incendiados de las afueras: su ignición entenebrece todavía la atmósfera sombría del lugar y, a ratos, se avista el fulgor voraz de las llamas como símbolo viviente del infierno que, tal un ave de presa, se abatió sobre la ciudad.

En las zonas vecinas, el espectáculo es, si cabe, más desolador: edificios huecos, de ennegrecidos ocelos y bocas desdentadas; casas semifundidas y rugosas, con sus fachadas acribilladas de hoyuelos de viruela; irrisorias señales de tráfico; grúas fantasmales suspendidas en el vacío. Un edificio de viviendas rosado, ocupado antaño por la nomenklatura local, exhibe sus columnas dóricas, jónicas y corintias vagamente torcidas, balcones de balaustres chamuscados y balconcillos similares a palcos ablandados como merengues. Según me revela mi acompañante, una familia rusa sobrevive agazapada en uno de los sótanos traseros. Nos acercamos a verla: un hombre semiinválido, su madre perturbada y una chiquilla de nueve años ocupan una habitación cochambrosa y expuesta a la intemperie, sin trabajo, salario ni ayuda. Subsisten, como muchos rusos ancianos y desvalidos, de la caridad de los chechenos. Mientras los caucasianos mantienen vivos los vínculos de solidaridad familiar y clánica, los rusos sufren de un destino más trágico: el abandono e indiferencia de los compatriotas causantes de su desgracia. Las viejas que mendigan en las cercanías del mercado muestran que la saña destructiva de los invasores no perdonó siquiera a sus conciudadanos.

En un parque vecino al área vallada, entre los árboles y arriates de rosas, descubro la estatua incongruente de un oso en bicicleta en lo que debió de ser hace dos años un jardín infantil. El, pequeño monumento corrió mejor suerte que el erigido a Lenin cien metros más lejos, del que sólo se conserva el pedestal. (Unos días más tarde, en un solar abandonado contiguo a la desahuciada estación de ferrocarril, hallé una estatua enorme y arrinconada del jefe de los Sóviets, celada por la espesura del arbolado que la envuelve: allí, Vladímir Ilich Ulianov parece predicar con ademán enérgico y fiero a la frondosa vegetación circundante una nueva y también implacable revolución ecologista).

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El resto de la ciudad brinda el mismo escenario de encono y decrepitud: edificios en ruina, tanques calcinados, armazones de tejados vacíos, vigas colgantes, barrios enteros desertados por sus moradores. A veces, en un inmueble deshecho, un rótulo advierte a posibles merodeadores "Aquí vive gente" o, con mayor laconismo, "Hay vivos". El nuevo centro urbano, con el edificio de la Presidencia del Gobierno prorruso y un cuartel del Ejército, es un auténtico campo atrincherado: puestos fortificados, tanques en todas las esquinas, nidos de ametralladoras en los tejados de los principales edificios, infinidad de soldados y policías en pie de guerra. Cuantos lugares he visitado -el Centro de Prensa, las oficinas en donde obtuve mi acreditación de periodista primero rusa y luego de la administración títere de Zavgáiev- se hallan protegidos por sacos terreros y centinelas con fusil ametrallador. Pese a tan impresionante despliegue de fuerza, la capital conquistada en dos meses a sangre y fuego cayó en pocas horas el pasado 6 de marzo en manos de varios centenares de independentistas armados con lanzagranadas. Como prueba el éxito de su incursión relámpago, la pacificación tantas veces anunciada por los rusos es meramente ilusoria.

Como tendré ocasión de verificar días más tarde, la noche pertenece a los chechenos y los innumerables puestos de control y bases militares instalados en el llano teóricamente apaciguado se convierten a menudo en islotes asediados, expuestos a un súbito golpe de mano de la invisible fuerza enemiga.

Al número indeterminado de muertes civiles causadas por la guerra -comentaristas y expertos rusos y chechenos avanzan la cifra de 40.000- hay que añadir la de los desaparecidos regularmente en redadas y enviados a los siniestros puntos de filtración. En compañía de Ricardo Ortega, corresponsal en Moscú de Antena 3, entrevisto al presidente de la Cruz Roja en Grozni, Husein Jamídov. La vida de este piloto de aviación civil cambió bruscamente de rumbo el día en que encontró los cadáveres de dos de sus hijos en una fosa común, unas semanas después de su "desvanecimiento" a fines de enero de 1995. Desde entonces, Jamídov, pulcramente vestido con un traje gris y corbata, se consagra enteramente a la labor de descubrir los mataderos y osarios dispersos en todo el territorio checheno y fotografiar a las víctimas. Sentado en su diminuta oficina, nos muestra un rimero de cartones con las fotos cuidadosamente pegadas. Cada muerto figura marcado con un número hasta la cifra provisional de 1.313. De ellos, han sido identificados 426 y numerosas personas acuden a su despacho a buscar y reconocer a sus deudos. Mientras conversamos, aparece un hombre con 11 desaparecidos en su familia que viene a diario con la esperanza de que nuevos "hallazgos" le permitan inhumar a alguno de ellos.

La identificación es difícil: en muchos casos se trata de cráneos casi mondos o calcinados por lanzallamas, de cadáveres arracimados en cajas de munición en postura encorvada o fetal. Casi todos revelan señales de tortura y, ejecución sumaria: disparos a quemarropa en los ojos, la frente, la nuca, manos atadas con cuerdas o alambres. En inmisericorde sucesión de estampas de horror, contemplo a víctimas de órbitas oculares vacías, orificios nasales huecos, calaveras con gesto de aullar, boquear de asfixia, protestar de indignación, con muestras de asombro, indecible dolor, a veces de inocencia sorprendida, raramente de serenidad. No obstante la insistencia de la Cruz Roja, las autoridades militares rusas no han abierto investigación alguna sobre las hoyas y pozos repletos de cadáveres. Ningún tribunal juzgará a los autores de la matanza.

Durante nuestra estancia en la Cruz, Roja, un camarógrafo

checheno nos proyecta un vídeo con imágenes del bombardeo de Kadir Yurt el 28 del pasado mes de marzo: 12 niños muertos. El Alto Mando ruso desmintió la existencia del ataque y achacó la desinformación a una maniobra propagandística de "los bandidos".

Aunque la mayoría de las ejecuciones se remontan a marzo y abril de 1995, las redadas y detenciones arbitrarias continúan. En el punto de filtración del distrito de Staro-Promislovi, dependiente del Ministerio del Interior de la Federación Rusa en Chechenia, se hacinaban a primeros de junio centenares de detenidos y cada cuartel dispone de sus propios calabozos de interrogatorio y tortura. Un joven llamado Salmán narró ante la cámara su viaje y estancia en uno de ellos. En el camión en el que le transportaban, hacinado con docenas de sospechosos, los soldados rusos mataron a ocho de sus compañeros por protestar contra las condiciones del traslado y bebieron vodka sentados en sus cadáveres. El Mando Militar comunicó más tarde que los asesinados fueron víctimas de los disparos de la guerrilla independentista.

En el segundo protocolo de los acuerdos firmados el 10 de junio en Nazrán, se estipula la creación de una comisión compuesta de seis rusos y seis chechenos para la busca e identificación de los desaparecidos y detenidos en 17 meses de guerra. Otra cláusula del mismo conviene en el cierre definitivo de los puntos de filtración. Pero después de tantos pactos incumplidos y promesas rotas, los chechenos aguardan el resultado de los comicios rusos sin forjarse demasiadas ilusiones sobre las intenciones reales de Ziugánov y Yeltsin. Todo puede seguir como antes y las ansias de desquite de los mandos militares como VIadímir Shamánov y Viacheslav Tijomirov, humillados por el fracaso de su brutal pacificación y la desorganización y baja moral de sus tropas, no auguran desde luego nada nuevo. "La guerra", me dirá sin jactancia. alguna uno de los comandantes independentistas con quien me entrevistaré más tarde, "dura ya dos siglos. ¿Quién sabe si durará todavía cuarenta o cincuenta años?".

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