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EURO 96

Una semifinal con aires de final

Inglaterra y Alemania recuerdan la Copa del Mundo de 1966

Santiago Segurola

El día fue gris pero la fecha inolvidable. El 30 de julio de 1966, Inglaterra batió 4-2 a Alemania en la final de la Copa del Mundo. Escenario: Wembley. Aquel triunfo ha quedado grabado a fuego en la memoria de los británicos, prendidos de un partido que se disputó hace treinta años. Pero el fútbol tiene sus iconos particulares -Maracaná en el 50, Berna en el 54, Estocolmo en 58, el Azteca en el 70-, y conviene no olvidarse de ellos. Mañana vuelven a Wembley los alemanes, el viejo enemigo que no descansa y regresa una y otra vez a los grandes acontecimientos. De nuevo reventarán los pechos de los jugadores y los hinchas británicos cuando canten el God save the queen mientras los alemanes entonan marciales el Deutchland uber alles.

No es la final, pero lo parece. Más allá del partido, de su importancia futbolística, está el pulso histórico entre los dos países. El fútbol se hace proclive a estas interpretaciones simplistas y perversas, pero la realidad es así. Inglaterra y Alemania se miran siempre desafiantes y altivas. En el campo de juego, también. Aquella final del 66 se celebró apenas 20 años después del final de la Segunda Guerra Mundial. Había muchas heridas abiertas, muchas cuentas pendientes, y un debordante orgullo nacional y futbolístico en las dos partes. Sin embargo, aquellas fechas eran de cambio. El pop dominaba el mundo. Londres era un hervidero.

En medio de todas las contradicciones políticas y sociales, la final del 66 estuvo cargada de símbolos. En el plano futbolístico fue un partido magnífico, la primera final que se prolongó hasta la prórroga, con el único jugador -Geoffrey Hurst- que ha marcado tres goles en el máximo acontecimiento del fútbol, con la polémica eterna del gol fantasma que concedió el suizo Dienst a instancias del linier ruso Bakramov, por la imagen de Bobby Moore sobre los hombros de sus compañeros, la Copa del Mundo en la mano. Por todo eso y por la espléndida nómina de jugadores que participaron en el duelo: Banks, Moore, Charlton, Peters y, en aquella ocasión, el diminuto Alan Ball, que hizo más o menos lo que Sergi hizo contra los ingleses el sábado: un ejercicio imponente de dinamismo y verticalidad. Y en las filas alemanes, tantos o mejores: Schnellinger, Beckenbauer, Helmut Haller, Uwe Seeler, Sigi Held y el imperial Wolfgang Overath.

Inglaterra ganó, y con lo mismo sueñan sus aficionados. Desde el 30 de julio de 1966, la selección inglesa no ha vuelto a conquistar ningún título. Han pasado treinta años. Sólo tres jugadores del equipo inglés -Seaman, Adams y Pearce- habían nacido antes del 66. El tiempo ha pasado de verdad y obliga a comparar. En la capacidad futbolística, los dos equipos son peores que aquéllos. Lo mismo sucede en Alemania, que no puede encontrar ahora la clase inigualable de Beckenbauer, ni la presencia de Overath, ni el sentido de Haller, ni el carisma de Seeler. Apenas Sammer, porque Klinsmann, uno que sí podía entrar en las filas alemanas del 66, está lesionado y no podrá jugar en Weinbley un partido que ha capturado el recuerdo de un país.

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