La ascesis de la escritura
Al idear a una de las más memorables figuras de la ficción inglesa, la bella, neurótica y consentida Gwendolen Harleth, George, Eliot pulsó allí la inesperada cuerda que plasma en un solo acorde la exigencia irrenunciable de todo artista. No promedia aún la novela (Daniel Deronda, Cap. XXIII), cuando la protagonista ha de ingeniárselas para vadear la miseria que inesperadamente va a coronar su juventud, hasta entonces paraíso de prosperidad y adulación. ¿Qué hacer? ¿Acaso no sabe ella tocar un poco el piano, jugar a la actriz y cantar esas romanzas que tantos aplausos le reportan en fiestas de sociedad? He aquí el momento de rentabilizar tal capital mundano; Gweridolen pone su ingenuo arrojo en este proyecto salvador: no sufrirá privaciones si la sala de conciertos le abre una laureada y bien remunerada carrera. Pero... ¿no será mejor asesorarse antes con un perito? El músico y compositor alemán Klesmer vive en las cercanías. Tras escuchar los planes de la joven, su ceño fruncido y su alma severa se revelan en tres afirmaciones letales: "Usted nunca se ha dicho a sí misma: debo saber esto exactamente; debo comprender esto exactamente; debo hacer esto exactamente". Los tres incumplidos (e inimaginados) deberes, más la diplomática pero firme explicación de Klesmer (las monadas de salón equivalen, en arte, a cero), conducen a Gwendolen a una decisión' más acorde con su clase: el matrimonio de interés y la degradación y desdicha previsible, banal y silenciada.Hasta aquí, la fábula de aquella distinguida lechera. Y es que George Eliot conocía las reglas del juego; a más de un siglo de distancia -ahora-, la genial escritora habría visto a una contemporánea Gweridolen en el cuerpo de un fatuo periodista, un personaje multimediático o uno de tantos 'animadores culturales' de la información y el ruido. Mas si el texto. mantuviera hoy las afirmaciones del riguroso Klesmer, lo haría para convertir a éste en un personaje ridículo y anacrónico: ¿acaso nunca había oído de promoción de ventas, de marketing todoterreno, de reputaciones forjadas a golpe de publicidad, compadreo y guiño? Aquellos perentorios deberes de saber, comprender y hacer exactamente alguna cosa -esa trinidad maldita para todo aficionado pretencioso- casi pertenecen ya al limbo de los museos. En materia de lo que pasa por creación artística, el esfuerzo inútil no sólo es fuente de melancolía, sino de embarazo e irritación. Es más: suele concitar hostilidad o befa. Si la tertulia indocta sienta plaza de filosofía, el fraude y la burla de cinematografia o pintura y dos frases pedestres y maltrabadas ya son un logro literario, ¿a qué vienen los tres deberes de aquel malhadado consejero? Lo informe fascina, lo improvisado seduce, lo aproximado y lo romo entusiasma. O sea, todo cuela porque todo vende; y todo vende porque todo cuela.
¿Me refiero aquí a la música, a la literatura o a las formas más complejas del acervo artístico del pasado? Por supuesto que no: ¿cuánto se tarda en cantar bien la más humilde copla? El denuedo y la aplicación que haya detrás no se diferencian esencialmente de las computadas en horas de ejercicio, lucha o desaliento para entonar un aria o interpretar una partita. ¿Por qué? Porque es un tipo específico de personalidad el que porta dentro de sí esa integridad crítica que se manifiesta en lo estético, en no cejar tras el empeño de la exactitud, que lo mismo anima un fado que una novela, un paso de danza o un acorde de violín. ¿En dónde localizar entonces la fractura que arroja a Klesmer fuera de la contemporaneidad? Expresado en jerga televisiva: en los índices de audiencia.
Cuando el encanallamiento del gusto se autoalimenta gracias a una feroz competencia por conseguir el favor del público, la referencia al tipo de personalidad susceptible de exigencia estética es simplemente irrelevante. Ahora bien, tal personalidad no es el producto partenogenético de la azarosa biología. Al contrario, precisa de educación y, si pretende crear, de reflexión, de disciplina y de amparo. La seudocultura de fascículos, grandes superficies y éxito de ventas sólo puede nutrir al obscuro fanal del mercado para aplicarlo a todo aquello que, por propia esencia, se escapa de los dictados de éste. ¿Qué tiene que ver un best seller planetario de calculable y previsible éxito con el arte de escribir? La rápida incorporación al público semilector de multitudes funcionalmente ágrafas y el fracaso de una docencia obediente a leyes de oferta y demanda cosificadas y acríticas dan cumplida cuenta de este fenómeno. El caso de Umberto Eco es el paradigma privilegiado de cuanto evoco aquí -como lo es en España la vergonzante confusión entre literatura e historias de intriga informática, detectives gastrónomos, pasiones fuertes otomanas, Egiptos de romanos y costumbrismo vario de clase media. ¿Qué se hizo del indomable espíritu que anima la escritura y no la mera redacción, la crónica chismosa o el reportaje novelado? ¿En dónde para el misterio del lenguaje, ese que asedia a la realidad y la reinventa en el yunque giróvago de la sorpresa, la imaginación y el desvelamiento?
Y es que pocas cosas hay más delicadas y frágiles que la lengua como objeto o instrumento de creación y trabajo. Pocas también menos reconocibles como tales, precisamente por ser prenda tan cotidiana y, según reza el proverbio, lo mismo válida para un roto que para un descosido. Trabada la urdimbre de las palabras -esa indecisa cometa-, el escritor ha de calcular con tiento exquisito el grosor del hilo que puede remontarla y, a la vez, unirla al suelo. Si el hilo es apelmazado y tosco, la cometa corre el riesgo de no elevarse nunca o, si consigue hacerlo, de perder su gracia alígera al mostrar siempre su baldón terrestre y craso. O al contrario: puede suceder que, por ser tan tenue y vago, el hilo se quiebre y la cometa se extravíe por alguna región autista del cielo, para desmedrar allí como un balbuceo inconsistente y fútil. La falena ingrávida desaparece sin llegar a la luz. En ambos casos, el fracaso del escritor es doble: se ha traicionado a sí mismo como hombre y como artista.
A veces, la impaciencia del mercado y sus goces ahoga en embrión cualquier atisbo de esa humildad lacerante que nos recuerda que, a la postre, escribir es reescribir, releer y releerse con la fiera antipatía de un inmisericorde adversario. O sea: de un enemigo íntimo que conoce las secretas trampas del autoengaño en la facilidad, el asentimiento interesado de los otros o la indulgencia con la propia pereza, convertida en ocasiones en impostura o cinismo. Otras veces, el ambiguo don del virtuoso se transmuta colectivamente en la ideología romántica de la inspiración. Ésta genera la ilusión venenosa de que nada queda por aprender, de que el telar funciona mágicamente solo, sin aporte de nuevo estambre de lecturas ni cotejos con otros registros, otros ritmos u otros presupuestos y cometidos del arte. En la escalo- Pasa a la página siguiente
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