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Perro viejo

Podría decirse -seguro que está dicho hartamente- que lo contrario de la pasión es la costumbre. Difícil sería de soportar el ardor, el frenesí, la fiebre, el paroxismo, que no puede durar, ni hay cuerpo, ni alma que lo aguante. Eso, tirando por elevación. Desciendo al nivel de afectos más sosegados, para disfrutar de la ocasional compañía de un perro, cuyo dueño actual me lo confía, cuando no puede compartir sus desplazamientos. Fue criatura sin dueño -en Brasil podrían llamarle can da rua- adoptado por mi hija, en un pueblo de Málaga -también cabría, por tanto, ser aludido como otro perro andaluz-. No pudo llevárselo a su entonces residencia, en Londres, a causa del veto británico al tránsito por el Canal de animales que no fueran entusiastas de algún equipo de fútbol o de rugby. De su tutela pasó a la de una hermana y su hijo y sobrino mío, actual titular. Le consideramos, pues, como alguien de la familia.Durante varios días mantenemos una relación de compañerismo y tolerancia recíprocos. Más de doce, años le adentran en la ancianidad canina, que sobrelleva con mucha dignidad. Nada de saltos, cabriolas ni exorbitancias musculares, reducidas a menear el rabo, aunque fuerza es reconocer que sin la viveza y ritmo de antaño. Con la memoria que tienen los perros, y los fisonomistas de los casinos de juego, me reconoce, en el acto, como copartícipe de sus inmediatas jornadas. Le noto ahora sosegado, administrador de unas energías concertadas con pertinencia. Ha comprendido el principio de ley de la gravedad y, si le arrojo una galleta, espera confiado que llegue al suelo, donde la olisquea, valora y decide qué hacer con ella. No es el mismo perro al que un camión dejó perniquebrado, en la irreflexiva juventud. Le paseo -nos paseamos mutuamente- a hora de poco trajín urbano; sin precisar correa, permanece quieto al borde del paso de cebra hasta que se le indica vía libre. Cruza entonces como una saeta, galopando sobre sus tres patas útiles; difícilmente volverá a ser atropellado.

Es producto inclasificable, cauteloso con sus cualidades. Distintamente del ser humano, creo que el último sentido que pierde es el oído y el prodigioso discernimiento del mínimo rechino. Ladra por instinto y condescendencia, incluso cuando el ascensor se pone en marcha, siete pisos más abajo. Por inexplicable intuición selectiva no lo hace cuando, yo mismo, o la asistenta que compartimos, llegamos al hogar. Junto a la puerta nos ofrece una cortés, discreta y silenciosa bienvenida, muy de agradecer. En el silencio de este edificio sin niños, amortiguados o mudos los televisores, levanta la oreja y suelta dos o tres secos ladridos, que sospecho son mera afirmación de su personalidad y del hecho diferencial de continuar vigilante y en activo.

Ya tiene invadidos los ojos por la ceniza de las cataratas y un pasmado velo gris eclipsa sus pupilas. Cuando dirige hacia mi su cabecita afilada, simpática e inteligente, no estoy seguro de que me vea, aunque, con igual perspicacia, me siente y me huele. Ha tropezado, una vez, al menos, con la pata de una silla, cosa rara. La tendencia irresistible a pasear las calles y revisar los alcorques le impulsa a mostrar agitación y nerviosismo, cuando camino por el pasillo, aunque se rinde pronto, ante la evidencia de que no es llegado el momento de la salida. Quizás cree que nada se pierde por ensayar la pantomima.

Como nos tiene acostumbrados la primavera madrileña, los cambios de tiempo son impredecibles y sorprendentes. Tras la noche pasada por agua y una mañana fresquita, ha salido el sol, cauteloso, fugitivo aún entre las nubes. Cae, sesgado en la parte de la habitación, donde leo. En aquel losanje horizontal, cálido y luminoso, se ha tumbado, con la parsimonia del que se sabe jubilado, cruzando las patas delanteras sobre los ojos, en una singular postura antropomórfica. Parecía un veraneante poniéndose moreno. Luego, se despereza, y pasa la estrecha lengua por los largos e inútiles bigotes de perro viejo.

Cuando, en la noche avanzada, tocan retreta, se desliza bajo la cama, tras haber bostezado ostensiblemente, y deja la guardia hasta que llegue la mañana. Ronca levemente, como cualquiera de nosotros y sueña con ser uno de los 101 dálmatas.

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