Juegos de guerra
La historia se repitió como un estribillo inevitable: el Atlético perdió en casa el botín que había conquistado fuera, y la Liga volvió a ser una de esas guerras pendulares en las que la suerte cambia de bando con cada nueva batalla. En esta ocasión los cronistas la habían presentado como el duelo definitivo. Aquello sería Midway: después de su resonante victoria en el Nou Camp, el imperio debería atraer a la última gran flota enemiga hasta un adecuado punto de reunión, con ánimo de echarla a pique. Si el plan prosperaba, los vaivenes de la fortuna se conjurarían para siempre. El conflicto quedaría zanjado de una vez por todas.Los entrenadores respondieron con arreglo a lo esperado: como de costumbre, Radomir Antic empezaría las hostilidades desde Molina, el primer baluarte de la retaguardia, y trataría de transmitir el espíritu combativo a través de todos sus hombres y líneas, como un viento divino, de acuerdo con los principios de fútbol global que su equipo ha puesto en práctica durante toda la temporada. Desde su puente de mando en el buque insignia enemigo, Luis había dado instrucciones muy precisas. Sus hombres deberían mantener una rigurosa disciplina táctica durante todo el partido, con una atención muy especial a las maniobras del adversario por el flanco. Sin duda, ahí podía estar el secreto: la probada peligrosidad del Atlético en sus despliegues por la banda debería ser utilizada en provecho propio; siempre que Antic tratase de abrir el juego, le echaría el equipo encima. Luego, conseguida la pelota, enviaría al contraataque el mayor número posible de unidades. En vanguardia estarían esperando los puntas, así que el desenlace sería cuestión de tiempo.
Como tantas otras veces, el exacto cumplimiento de las consignas de los almirantes provocó un efecto de equilibrio. El intercambio pieza por pieza convertía el partido en una guerra de desgaste, probablemente abocada a un empate final.
Pero de pronto surgió Mijatovic y el reloj se detuvo. Venía con su uniforme de partisano. Apenas armado de su corazón bohemio y de la leyenda que siempre precede a los talentos montenegrinos, recibió la pelota, miró al cielo y se puso a componer. Su primer centro envenenado llevaba peligro de muerte y se convirtió en un autogol de Geli. Su segunda llegada abrió una vía de agua en la defensa: penalti y gol por la esquina. Su tercera creación fue un centro en frecuencia modulada. O quizá fue un centro vía satélite que acabó en un gol digital.
El caso es que con él puso en órbita el balón y puso en órbita la Liga. Bendito sea Dios.
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