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El cabecilla

A las nueve de la noche del 26 de octubre de 1993, Pablo Manuel García Ribado, de 26 años, hizo una extraña revelación. Sentado en un calabozo de los juzgados, el cabecilla de los violadores del portal confesó al médico forense que era incapaz de llamar madre a su progenitora. El facultativo tomó nota de la afirmación y la incluyó en el informe que escribió tras dos horas de conversación con el criminal. El resultado de la entrevista psiquiátrica, hasta ahora secreto, remonta el origen de su incapacidad a la infancia. Criado con sus tíos, García Ribado nunca conoció a su padre y mantuvo siempre una relación distante con su progenitora. De hecho, el primer recuerdo que conservaba de ella se remonta a cuando él frisaba los 12 años. Este desapego no mejoró hasta 1993, cuando gracias a la presión de su novia retomó débilmente la relación con su madre. Tampoco le fue mejor con su hermana, de 23 años, a quien sólo visitó una vez en seis años y de quien ni siquiera sabía a qué se dedicaba.En este truncado universo familiar, el único calor procedía de sus tíos, por quienes mostraba un gran afecto y quienes le correspondieron dejándole desde los ocho años ayudar en el desguace. Una senda que le condujo, después de alguna veleidad como vigilante -donde conoció a Barroso-, a un taller de motos. Los estudios, en cambio, no le dieron mayores frutos. Los abandonó tras cursar EGB como interno en Cercedilla, Alcalá y Madrid.

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En 1989 perdió su último vínculo estable con la familia. Aquel año sus tíos se separaron y García Ribado se marchó a vivir a una pensión. Una residencia que sólo cam-bió al ser encarcelado.

Poco después de independizarse dio comienzo su carrera delictiva. Aconteció en torno a 1990. Al principio se dedicaba a "robar por robar". Poco a poco, sin embargo, cambió: "Fui metiendo mano a algunas señoras porque llevaban el dinero dentro del sujetador o de las bragas". Fue entonces cuando se le ocurrió la idea de tocarlas. García Ribado les mostraba siempre la navaja. Pero cuando sus víctimas lloraban, entonces le entra ba una extraña congoja: "Me daba una pena tremenda, les pedía perdón y tras darles incluso un beso en la mejilla lo de jaba". Esta supuesta aflicción contrasta con el impulso casi mecánico que regía sus pasos. "Lo hacía [violar] como para fichar. Tanto si violaba como si no -porque las mujeres llorasen o chillasen-, notaba que había cumplido y lo dejaba". García Ribado se marchaba entonces tranquilo, especialmente si la mujer se había mantenido pasiva, en cuyo caso ni siquiera- sentía remordimientos. Un comportamiento que no le impedía amar a su compañera, aunque con matices: "A veces hacía el amor con mi novia en un hotel y no me quedaba tranquilo". Palabras que el médico, en su informe, interpretó así: "Quiere decir que no se quedaba tranquilo ni tras mantener relaciones sexuales con su novia, que sentía la necesidad de salir a violar o, como él ha dicho, a fichar".

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