Invitación a la cordura
Es un vano consuelo echar la culpa a la demoscopia: casi todos los analistas nos habíamos equivocado. En las encuestas particulares que cada cual realiza entre amigos y conocidos, la cantada derrota del partido socialista resultaba todavía más abrumadora que la anunciada por los técnicos. Aquí y allá aparecía alguien que, tímidamente, reconocía que con objeto de que el triunfo de la derecha no fuera tan arrollador su voto quizá iría al PSOE. Pero votantes del PSOE por convicción, por fidelidad a un proyecto, no se encontraba a nadie a no ser que se rebuscara debajo de las piedras.Pues bien, estábamos equivocados: el partido socialista ha dado muestras de una fortaleza formidable. Se podía asegurar, tras las diversas elecciones efectuadas desde 1993, que su suelo era sólido y que en ningún caso correría la misma suerte que sus homólogos italiano o francés. Lo previsible era que, dando una vez más muestras de resistencia, no cayera por debajo del 30% del voto, pero lo que ha resultado es que no sólo goza de un sólido suelo, sino de unas poderosas paredes maestras y un confortable techo que lo cobija de las más duras tempestades. Con sus 141 diputados, la posición de González en el partido sale, para lo bueno y para lo malo, reforzada, y las perspectivas de retorno al poder no tienen equivalente con las que podían abrigar los laboristas britanicos o los socialdemócratas alemanes cuando fueron desalojados por la oleada conservadora que batió Europa a finales de los años setenta. Sin sufrir el destrozo de los socialismos del sur, y con mejores perspectivas que los del centro y norte, el PSOE constituye un caso excepcional en el panorama de la socialdemocracia europea de este último cuarto de siglo. Tal es la primera conclusión de estas elecciones.
La segunda tiene que ver con lo que parece un dato estructural de nuestro sistema político. Desde 1977, de manera constante, dos partidos se reparten alrededor de 300 diputados, de modo que si uno alcanza 140 es muy raro que el otro consiga más de 160. El PP lo ha probado ahora, para su frustración y desconcierto. No llega al poder en la cresta de una ola de entusiasmo popular, sino más bien gracias a un leve reflujo socialista. La fórmula de centro, con la adicional ventaja de la desaparición política de la derecha, no obtiene más votos de los que en su día cosechó todo lo que se situaba desde el centro -UCD, CDS- a la derecha -AP o CP- En el más sombrío momento de su historia, la suma del centro y la derecha recogió un 36,3% de los votos. Eso ocurría en 1982. Antes, cuando Suárez brillaba en su esplendor, esa suma alcanzaba hasta un 44%; luego, ya con Aznar ocupando casi la totalidad del espacio, pero todavía con el CDS recogiendo los restos del naufragio centrista, no pasó del 36%.
Ganar tres puntos en la mejor de las ocasiones posibles, con el PSOE a la defensiva e Izquierda Unida instalada en el disparate, volverá a plantear la cuestión del techo popular. Puede ser, desde luego, un problema de liderazgo, de ese desmayo que produce oír a Aznar recitando su fichero completo cada vez que se presenta ante las cámaras o habla en la radio. Pero, más allá de Aznar, el dato persistente es que la derecha, vista o no ropajes de centro, nunca rebasa el 40%. No está nada mal, desde luego, pero en nuestro sistema de partidos no es suficiente para conseguir la mayoría, por más que la proporcionalidad corregida haya multiplicado el valor de 340.000 votos hasta hacerles producir 15 diputados.
Así las cosas, Aznar podrá ser presidente, pero no podrá comportarse como ya comenzaba a hacerlo, a la manera presidencial. Está bien afirmar que, en un sistema como el español, el presidente debe ser el cabeza de lista que disponga de mayor número de diputados. Pero no estará de más recordar que el nuestro *es, además de ligeramente presidencialista, un sistema parlamentario y que es el Parlamento el que elige al presidente, no los electores. Lo cual quiere decir que el partido más votado necesita llegar a acuerdos con otros partidos para gobernar. Y este dato elemental lleva de la mano a la tercera y más grave consecuencia de estas elecciones: cuando los electores niegan a un partido nacional la mayoría absoluta, la llave del Gobierno la guardan en su cajón los partidos nacionalistas. A muchos ciudadanos puede parecerles un exceso que una minoría de electores disponga de capacidad para dar la mayoría en el Gobierno del Estado. Pero así es: los partidos nacionalistas y regionalistas repiten, con sus 32 escaños, el número exacto que tenían en la anterior legislatura y representan, todos sumados, a no más del 10% de los electores. Es una minoría que no tiende a crecer, aunque pueda diversificarse pero que por razón de su peso en sus respectivas comunidades tiene una crucial capacidad de decisión en el centro del Estado.
Decidirán, pues, y de lo que decidan dependerá la duración y el contenido de la presente legislatura. Lo cual no está nada mal, porque un sistema es más sólido cuanto mayor sea su capacidad de integración; pero al depender la estabilidad del Gobierno de una minoría que representa a no más del 6% o 7% de electores, se introduce inevitablemente una fortísima tensión en el sistema, como la última legislatura ha demostrado hasta la saciedad. Pues, por una parte, un partido nacionalista no es como un partido bisagra cualquiera que hoy se alía con la izquierda, mañana con la derecha, sin mayor problema; sus pactos toman siempre la forma de un "sí, pero..." que pende como una espada sobre el cuello de su coligado. Y, por otra, nunca faltará un sector de electores del partido nacional reacio a pagar algún precio por un pacto con el nacionalista hasta ayer mismo calificado de vulgar traficante por apoyar a su adversario.
No es éste, por tanto, el mejor de los resultados posibles para enfrentarse a los graves problemas que siguen inquietando a la mayoría de los ciudadanos: el terrorismo, el paro, la seguridad. El adelanto de las elecciones no ha despejado la incógnita que introduce una fuerte dosis de incertidumbre en nuestro sistema político: cómo se gobierna un Estado en el que la mayoría depende de una minoría de partidos nacionalistas. Todo lo que se había andado en la buena dirección durante la pasada legislatura se derrumbó en su último año entre las dudas de los partidos coligados respecto al grado de su compromiso, el ruido producido por una oposición montaraz y la furia desatada por unos medios de comunicación que anunciaron catástrofes del tipo de ¡se hunde España! si los socialistas no eran barridos de la faz de la tierra.
Se ha hablado mucho y, sobre todo, se ha hablado demasiado alto y sin medir el efecto de las palabras, pensando que más se ganaría cuanto más se gritara. Los electores han mostrado cierta sabiduría, mezclada con una buena dosis de perplejidad: han dejado las cosas más o menos como estaban, sólo que invertidas. Si algo puede deducirse de su veredicto es una invitación a la cordura, a abandonar los gritos de guerra y redescubrir el lenguaje de la política que es siempre un lenguaje de pacto y moderación.
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