Servidores públicos
Es imposible una comunidad de ciudadanos si el nivel de contaminación del espacio público es demasiado alto. El espacio público puede ser contaminado como lo es el medio ambiente: por la emisión de sustancias engañosas y turbias que obnubilen el juicio de los ciudadanos y ensucien sus sentimientos. Aunque los tiempos electorales parecen propicios para esta polución del ambiente, no son excusa para ello. Las disensiones partidistas no son pretexto suficiente para lanzar una apelación a la contienda civil. Hay aquí una línea que no se debe traspasar.Orwell había imaginado que el nuevo lenguaje (lo que él llamaba el newspeak) habría reemplazado al inglés estándar para el año 2050. A la vista de algunas formas de propaganda política, se ve que no es necesario esperar tanto. En el nuevo lenguaje visual (que podemos llamar, a imitación de Orwell, el nulevi) de algunos partidos, las imágenes idílicas de juventudes, besos y rosas resultan inseparablemente conectadas con la destrucción simbólica de los adversarios políticos, estigmatizados como perros de presa o monigotes, es decir, Como subhumanos. En un estilo staccato y monótono, y buscando el efecto de que su repetición provoque una opinión políticamente correcta surgida espontáneamente de los espectadores, se presenta un proyecto de acción política que se dice positivo, pero que está asociado a la denuncia de un peligro mortal, y se presenta la imagen de una comunidad reconciliada, que está asociada a una apelación a la división del país entre derechas e izquierdas irreconciliables. Si la amenaza es cierta, y la división es tanta, la conclusión es que valen ya todas las armas. Y éste quizá sea el último sentido del mensaje: la declaración de que, a partir de ahora, valdrán todas las armas. Como si al anuncio de una derrota se res pondiera con el de una venganza equivalente a una guerra total. Quizá por ello se pretenda justificar como defensa legítima lo que es una agresión extraordinaria, y se presente como expresión de una afirmación de la vida lo que es una apoteosis de la pasión y la moral del resentimiento.
Los emisores de estas sustancias contaminantes pueden ser políticos astutos que fríamente deciden jugar a energúmenos o medios de comunicación que les secundan abierta o solapadamente, amparándoles, sea con su justificación, sea con un tibio reproche que deja vía ancha para sus despropósitos. Contra esta polución de la retórica política (que puede ir a más, y que irá a más si no se la contiene), que cada cual responda como juzgue. En cuanto a lo que los ciudadanos de a pie podamos hacer al respecto, a estas alturas del juego, creo que es poco más que esperar pacientemente el momento del voto y, entretanto, ajustamos obstinadamente a lo esencial y repetirlo.
Lo esencial. es que una sociedad civil digna de ese nombre es una comunidad donde los ciudadanos no se entre-matan ni se entre-odian; donde son los ciudadanos, y no los políticos, quienes constituyen el centro de gravedad de la vida pública, y donde los políticos están a nuestro servicio, y no viceversa. Si fuera de otro modo, no seríamos una comunidad, sino el escenario de una contienda civil, y no seríamos ciudadanos, sino súbditos.
Si de verdad somos ciudadanos, los políticos son sólo aquellos agentes, representantes o mandatarios nuestros en los cuales confiarnos el ejercicio de la autoridad pública durante un tiempo limitado y bajo condiciones: sólo en tanto disfruten de nuestra confianza y den buena cuenta de sus actos; y sólo en tanto sirvan a la comunidad y no se sirvan de ella (y de paso la destruyan) para sus propios fines. Ésta es la razón por la que, en una sociedad civil digna de ese nombre, los políticos son considerados como servidores públicos, y quienes así son llamados lo consideran un timbre de honor, teniendo el servicio a sus conciudadanos, que no el mando sobre ellos, por actividad noble. Les confiamos los cargos públicos (que son nuestros, no suyos) en la esperanza de que nos ayuden a resolver los problemas colectivos en alguna medida (que para algunos es muy grande, y para otros, es decir, para quienes creemos que somos nosotros mismos los responsables del país que tenemos, no debería serlo tanto). Sea como fuere, lo que es seguro es que no se los confiamos para que vulneren la ley, y menos para que cometan actos delictivos (o amparen su comisión).
Lo propio de una democracia liberal es que, cada cierto tiempo, todo país tiene que elegir y volver a elegir, una y otra vez, qué tipo de sociedad quiere: una sociedad de ciudadanos que mantiene a los políticos en su sitio de servidores públicos o una que se comporta hacia ellos de manera deferente y servil. Algunas veces, el test decisivo de cuál sea esa elección de tipo de sociedad es la reacción que el país tenga ante una autoridad pública a la que, con razones plausibles, quepa hacer políticamente responsable (por acción u omisión) de una pauta de vulneraciones de la ley.
Pero cuando tal es el caso, aparte de la gravedad de estas imputaciones queda además la espinosa cuestión de si los ciudadanos consienten o no la marrullería de quienes, guardándoles las formas externas del respeto, pretenden con su astucia alucinarles, y de este modo, mirándoles a la cara, niegan la evidencia que se va amontonando sobre sus desventuras delictivas, y recusan las conexiones que lógicamente van anudando unos hechos con otros, y todos ellos con los motivos, la ocasión y el carácter de los personajes del drama.
En algún lugar de su Retórica, Aristóteles nos recuerda que quien miente a la cara de alguien le desprecia; y por eso el amo carece de rubor para negar la evidencia delante de su esclavo. De aquí que los políticos, cuando mienten a unos con ciudadanos que saben que se les miente (o lo sospechan con vehemencia), colocan a éstos en una situación peculiar y algo humillante. Les tratan como a gentes inferiores, dando por descontado que serán incapaces de reaccionar por falta quizá de valor, quizá de inteligencia, o quizá de decencia cívica, bien porque dependen de sus favores, bien porque, habiendo deseado en su fuero interno la comisión de aquellos delitos, se sienten sus cómplices. De esta forma se cerraría el círculo del razonamiento que liga los dos temas: el de la ciudadanía y el de la limpieza del espacio público. Si admitimos políticos o autoridades públicas que impunemente contaminen el espacio público, les aceptamos como amos, y no como servidores públicos, y les brindamos la oportunidad para que nos desprecien (y nos desprecien con razón). La alternativa es que los ciudadanos resistan, sancionen y acepten la responsabilidad de educar a sus propios políticos, debilitando así, con templanza y firmeza, la inclinación latente que tantos de ellos tienen a la confusión y el despotismo.
es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.
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