Parábola del buen ciudadano
Cada vez que se convocan elecciones resurge, con fuerza,. la eterna polémica acerca de la bondad o maldad del sistema electoral vigente en nuestro sistema democrático. El aspecto más crítico, sobre el que parece existir un consenso cada vez más generalizado, hace referencia a la existencia de listas bloqueadas y cerradas. Comparto esas críticas y, asimismo, considero que, tras 20 años de experiencia democrática, es hora de iniciar una reflexión serena acerca de la validez del actual sistema en su conjunto y de sus posibles alternativas.Tal reflexión debe de partir, en mi opinión, de una premisa fundamental: no existen sistemas electorales intrínsecamente buenos o malos. Su bondad o maldad depende, en buena medida, de circunstancias externas al propio sistema electoral, las cuales tienen que ver con el diseño, estructura y praxis del sistema político en su conjunto. Una simple ojeada al derecho comparado nos permite comprobar cómo la existencia de sistemas electorales prácticamente idénticos produce, sin embargo, efectos y resultados totalmente diversos. Por ello, cualquier medida de ingeniería electoral debe ser contrastada y aquilatada debidamente en el conjunto del sistema político.
De ello se deriva que los sistemas electorales no constituyen la causa exclusiva, ni tan siquiera primordial, de los males presentes tanto en nuestro sistema democrático en particular, como en el conjunto de las democracias en general. Tales deficiencias obedecen a razones mucho más profundas que asientan en la propia filosofía. sobre la que asientan los actuales sistemas democráticos. Una filosofía que se resume en la idea de que la Democracia es demasiado importante para dejarla en manos de los ciudadanos.
Los vigentes sistemas democráticos reducen la democracia a la condición de simple método destinado a regular, mediante el voto del electorado, la libre competencia entre los pretendientes al caudillaje. Nuestra capacidad como ciudadanos queda reducida, así, a la sola posibilidad de aceptar o rechazar a las personas que han de gobernarnos. Pero incluso esa capacidad es más teórica que real en un sistema electoral de listas cerradas y bloqueadas como el nuestro. En España, el momento más importante del proceso electoral no lo constituye la emisión del voto por parte de los ciudadanos, sino esas otras elecciones -en no pocas ocasiones, seudoelecciones- en las que .se decide quiéñes son los candidatos que compondrán la lista de cada partido político.
De este modo, y utilizando el símil del mercado, el sistema político no sólo selecciona y decide el número y el tipo de ofertas, sino que además impone el precio, las condiciones de venta, la cantidad, la calidad, etcétera, de los productos ofertados. La libertad, el voto de los ciudadanos, queda reducida, simplemente, a la elección entre las diversas ofertas, y sólo en las condiciones previamente fijadas, sin posibilidad alternativa alguna más allá del estrecho margen establecido.
Se produce así una extraña paradoja que podría definirse como la parábola del buen ciudadano. Una parábola según la cual se invita al ciudadano democrático a perseguir fines contradictorios: debe, mostrarse activo, pero pasivo; debe participar, pero no demasiado; debe influir, pero aceptar; no puede participar fuera de las elecciones, pero le está vedado abstenerse en éstas. Aquel que se abstiene de toda actividad política en el periodo entre elecciones es un ciudadano ideal, pero si se abstiene en los procesos electorales deviene en un ciudadano no responsable.
Todo ello ha dado origen a un modelo democrático cuyo eje lo constituyen no los ciudadanos, sino las élites políticas. Un modelo que ha mostrado una gran habilidad para establecer mecanismos de consenso, pero que ha resultado incapaz de generar una ciudadanía activa. Frente a él, parece necesaria la búsqueda de un modelo alternativo que permita situar a los ciudadanos en el centro del sistema democrático. Un modelo participativo cuya filosofía podría resumirse en la idea de que, la Democracia es demasiado importante para dejarla 'sólo' en manos de las élites políticas.
Vaya por delante una importante puntualización conceptual para aquellos que consideren esta idea como una mera utopía. A diferencia de lo que ocurre con la democracia directa, eterno sueño imposible de cuantos revolucionarios en el mundo han sido, la democracia participativa no es antagónica, sino complementaria, de la democracia representativa. La democracia directa, basada en el mito rousseauniano de la voluntad general, pretende una coincidencia de pensamientos, sentimientos y voluntades, una solidaridad de intereses, en definitiva, una identidad perfecta entre dirigentes y dirigidos. Se trata de una misión imposible. Por el contrario, el modelo de democracia participativa no excluye la actuación de las élites. Lo que exige es que no sean ellas las únicas protagonistas. Es evidente que, en nuestras sociedades complejas, las principales decisiones de Gobierno deben ser tomadas por unos pocos. El problema fundamental de los sistemas democráticos actuales no radica en la existencia y protagonismo de las élites, sino en la imposibilidad de controlar su actuación y, en su caso, impedir o combatir la concentración de poder en sus manos, más allá de las competencias que les han sido otorgadas.
No es a las élites, sino a los ciudadanos, a quienes corresponde decidir sobre nuestro propio destino. Como bien dice Hannah Arendt, la razón de fondo que late en la justificación del don«iinio de las élites sobre los ciudadanos no es otra que "la cruel necesidad en que se encuentran los pocos de protegerse contra la mayoría, o para ser más exactos, de proteger la isla de libertad en la que habitan del mar de necesidad que les rodea".
¿Cómo hacer posible ese control? En primer lugar, ampliando los espacios de actuación de los ciudadanos. El sistema actual agota la participación ciudadana en un acto electoral que casi se reduce a una mera aclamación. Pues bien, frente a este reduccionismo, hay que reivindicar la idea de que no sólo los partidos políticos, sino todas aquellas organizaciones o grupos (políticos, sociales, económicos, etcétera), cuya actividad incide en el bienestar general de los ciudadanos, deben ser objeto de un control y, consecuentemente, deben ser susceptibles de ser participados por los ciudadanos.Ello implica la necesidad de una implicación más activa por parte de los ciudadanos. Pero, ¿están realmente dispuestos a ello? En caso contrario, ¿cómo hacer posible esa participación? Es evidente que la decisión de participar o no corresponde a la autonomía de los ciudadanos. Nadie está obligado a participar. Pero todos tienen derecho a hacerlo. Y para que, quienes así lo deseen, puedan hacer efectivo ese derecho, es necesario crear los instrumentos oportunos. De acuerdo con la parábola del buen
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