La otra España
La profunda consternación que un pistolero de 25 años ha provocado al asesinar a un profesor de 63 obedece al simple cotejo de las cualidades que adornaban al asesinado con las que se le suponen al asesino, pero procede, sobre todo, de que la imagen de un hombre mayor, abatido por los disparos de un hombre joven, nos arroja a la cara lo peor de nuestra propia historia. Otra vez la intolerancia, lo que los jóvenes de camisa azul de los años treinta llamaban la dialéctica de las pistolas, imponiéndose brutalmente sobre el liberalismo, sobre el gusto por la discusión y la palabra como arma suprema de la política de la que hicieron gala los demócratas de aquellos años; otra vez el enemigo de la inteligencia, y amante de la muerte, liquidando al intelectual dedicado a construir un Estado de derecho.Si hubiera que elegir del magisterio del profesor Tomás y Valiente un recuerdo, ocuparía lugar destacado su pasión al afirmar que "aquí ha habido siempre de todo", que tenemos una historia plural, que somos herederos de una rica y diversa tradición. En lugar del inconsolable dolor por la España que no fue, Tomás y Valiente llamaba con énfasis la atención sobre la temprana aparición y la persistencia de una corriente política e ideológica radicalmente liberal que irrumpe en la Constitución de Cádiz de 1812, reaparece con la Gloriosa Revolución de 1868 y resurge de nuevo en la República de 1931. No se les escapaba, desde luego, que un rasgo común a todas esas Constituciones había sido lo efímero de su vigencia: ni Cádiz, ni la democracia del 69, ni la República duraron más allá de cinco años, pues sobre esa gran tradición liberal sé acabará por imponer la otra tradición estudiada por Francisco Tomás, la antidemocrática, la intolerante, la que llegó a identificarse con la única y eterna España al convertir su- ser en esencia metafísica y teologal.
Pero la Constitución de 1978, al desacralizar España y reconocer la pluralidad de tradiciones y naciones que constituyen el Estado español, recuperaba, según Tomás y Valiente, lo más valioso de la tradición liberal y cerraba, con la construcción de un Estado sin parangón posible en Europa, los largos períodos de la España esencial, católica, antidemocrática. Era como si el río nacido en Cádiz, a través de los filtros suministrados por un tiempo no siempre propicio, se hubiera finalmente remansado en una Constitución que servía de marco para la solución pacífica de los conflictos políticos.
Matando a un profesor que enseñaba estas cosas, ETA y sus secuaces creen expresar el ancestral odio a España que anidaría en lo más profundo de Euskadi. No caen en la cuenta, sin embargo, de hasta qué punto reproducen lo más negro de la tradición de esa otra España enterrada en 1978: la nación sagrada, la pistola exaltada como arma de la política, los gritos de viva la muerte, el exterminio. Algunos buscan en Irlanda, Argelia o Palestina. el manantial del que beben quienes en Euskadi recurren a la bomba o a la pistola. No hay que ir tan lejos: sin caer en historicismos, habría que estar de acuerdo con Bergarnín cuando decía que el País Vasco era el único lugar en que quedaban verdaderos españoles, de esos que no tiemblan al empuñar una pistola. Lo tremendo es que cuando un español de verdad empuña una pistola lo suele hacer para disparar sobre un liberal desarmado.
Mal que les pese a los nacionalistas vascos, el enemigo histórico contra el que sus jóvenes radicales han dirigido con ejemplar constancia las- pistolas, desde que encontraron pueblo que los jaleara e Iglesia que los bendijera, fue en el siglo XIX el liberalismo, hoy es la democracia. Que esa tradición resurja en un joven de 20 años asesinando a un señor de 60, exactamente igual que en la noche de los tiempos los pistoleros irrumpían en los despachos y descerrajaban un tiro a sus víctimas indefensas, es lo que "nos mata un poco a cada uno de nosotros" porque a todos nos hunde en la miseria de nuestra peor historia.
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