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Esperando, ilusionados, la derrota

Manuel Cruz

Hay un tipo de gente, habitualmente tenida por progresista, que está de enhorabuena: se avecinan, según parece, tiempos inequívocos. Están por acabar aquellos fastidiosos equilibrios sobre el alambre de la izquierda que tenían a más de uno en un auténtico sinvivir: que si hay que distinguir entre el partido y el aparato, que si no son lo mismo las bases y la dirección (siempre del PSOE, obviamente), que si una cosa es el felipismo y otra el socialismo... Ahora, por fin, cuando la situación sufra el vuelco anunciado, esas personas reencontrarán su auténtica razón de ser, se volverá al orden natural de las cosas y la actividad política de la gente de izquierdas recuperará la condición que nunca debió perder, la de acerada e implacable crítica al poder.Sin duda tendría efectos saludables para la cultura política de este país que ello ocurriera. Sobre todo si se le diera a dicha crítica el contenido adecuado. Pocas cosas más urgentes que la necesidad de reabrir un debate teórico-político sobre las nuevas condiciones provocadas por el hundimiento del llamado socialismo real, sobre el arrollador cuestionamiento del Estado de bienestar, sobre el significado actual de los viejos ideales emancipatorios o sobre las nuevas formas de participación política. Igual que es urgente, como ha sido señalado desde diversos frentes, emprender un trabajo de renovación de cuadros, propuestas y métodos de trabajo de las organizaciones políticas tradicionales de izquierdas. Aceptar esto en ningún caso debe ser entendido como una mera concesión retórica. Todas estas urgencias no remiten a un impreciso futuro, sino que deben ser encajadas en el calendario político. En corto: no se puede repetir otra legislatura como ésta. Pero la cuestión a debatir en este momento acaso sea hasta qué punto la única manera de abordar las tareas señaladas, o el mejor espacio para plantearlas, sea en el escenario previsto. En qué medida la derrota electoral es condición necesaria para la regeneración. No se trata, por tanto, como con tanta frecuencia suelen hacer los profesionales de la política, de reintroducir el viejo argumento de la oportunidad, tradicionalmente utilizado para acallar los debates incómodos (y casi todos, cuando pretenden llegar hasta la raíz, lo son). Lo que se busca, justamente, es el mejor modo de vincular ambos planos. Pero por eso mismo tampoco es de recibo, en el otro lado, la actitud del que habla como si despachara directamente y a solas con los grandes valores (sean éstos la justicia, la verdad, la solidaridad o cualquier otro). Negarse a aceptar los efectos políticos de las propias acciones es otra forma, simétricamente complementaria de la anterior, de cegar una discusión esclarecedora. Sólo a partir dé esta premisa se puede plantear adecuadamente la cuestión de la responsabilidad.

La responsabilidad, qué duda cabe, debe medirse en su relación con las capacidades. Cada cual es responsable en relación a lo que está en su mano hacer. Lo que significa, aplicado a la realidad española de estos últimos años, que el grueso de esa carga les corresponde a quienes han ostentado el poder político en este tiempo. Pero ahí no se agota ni el poder ni la responsabilidad. Ni el Ejecutivo agota el primero, ni las cuentas que deben pasar el próximo marzo quienes han sido nuestros gobernantes hasta ahora liquidan todas las responsabilidades.

Vamos a suponer (puro experimento mental) que el futuro Gobierno popular surgido de las urnas en las elecciones de marzo se propusiera como objetivo transformador prioritario para la sociedad española en los próximos años llevar a cabo, remedando la expresión de otro, una auténtica pasada por la derecha, y que esa pasada dejara en mantillas las iniciativas más neoliberales de los gobernantes salientes. Ya sé que este supuesto a alguno le parecerá impensable, porque considerará inconcebible ir más allá de donde fueron los Boyer, Solchaga y compañía, pero recuérdese que estamos limitándonos a imaginar una situación posible. Pues bien, si las cosas ocurrieran en el sentido señalado, ¿se vería alterada la afirmación de muchos según la cual a este país le conviene que la izquierda pase una temporada (algunos incluso añaden: una larga temporada) en la oposición? Y si mantuvieran su afirmación, ¿significaría esto que juzgan irrelevante quién sufra en sus carnes entretanto esa imaginaria pasada por la derecha?

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O, supongamos más, ¿responderán de algo fuerzas políticas y líderes. si es el caso que toda su implacable crítica de los últimos tiempos es rentabilizada casi en exclusiva por otro partido, mientras que a ellos mismos no les permite prácticamente elevar su representación parlamentaria?, ¿aceptarán el reproche de que le han hecho el trabajo sucio a una fuerza cuyo programa está en las antípodas del suyo (o en la otra orilla, como se prefiera)?, ¿o se encogerán desdeñosamente de hombros como aquel que dice "esto no va conmigo"?

Recuerdo que, en un mitin del PSUC celebrado en Barcelona poco antes de las primeras elecciones generales democráticas, uno de los oradores terminó su parlamento con una afirmación que en aquel momento sorprendió a buena parte del auditorio. No estaba en la cultura de una izquierda que salía de la clandestinidad defender una idea así "Somos un partido de gobierno ¡y queremos gobernar!", proclamó. Le aplaudieron mucho.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona.

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