Deudas de amor
Seducido de golpe por los ojos, manos, silueta y clase de una joven ensimismada que vio un día en, la línea cuatro, a la altura de Colón, C.A. la siguió hasta un edificio de mármol recién fabricado, y en los días siguientes la esperó a la salida, para volver a seguirla a distancia. Finalmente se decidió a entrar en el templo de mármol y, en un arranque de audacia, hablarle.
Resultó ser además una joven muy agradable, que con una gran sonrisa y don de gentes deshizo en agua tibia su timidez, le hizo sentir como frente a un fuego, leyendo, y le ofreció un catálogo de regalos que parecían premios: teléfonos que modificaban a voluntad voz de la otra persona y reconvertían sus negativas; televisores que suprimían a los pelmas de los telediarios o desnudaban a las bellas; coches que realmente se transformaban en tigres, aunque mansos y con desodorante; chalés cuyo adosamiento no importaba puesto que las ventanas eran pantallas; ordenadores personales que podían ejercer de editores o bondadosos inspectores de hacienda; perfumes que se dirigían no al olfato, sino a la vista; gafas de sol que mejoraban la visión, pero de los demás sobre uno... enfin: una versión del Paraíso según un gabinete de jóvenes publicidópteros, que eran, de hecho, quienes lo habían pensado.
Prisionero de la silueta de cachemir y el encanto de la chica -Paola, se llamaba-, y rematada su voluntad por esa lista de juguetes, C.A. se encontró firmando unos papeles que le parecieron los de un matrimonio feliz ni siquiera necesitado de juramentos.
Así era. Se trataba de un matrimonio a plazo fijo -quince años, para ser exactos- y que no requería de juramentos de fidelidad porque los papeles la garantizaban so pena de ir contra el Código, como C.A. comenzó a enterarse a partir del tercer mes, cuando ya la silueta de Paola comenzaba a no bastarle para vivir, y ni siquiera para considerar que el metro no era tan malo después de todo.
Entre otras cosas porque Paola se le: extraviaba en las brumosas tierras de la memoria, peor aún, de la nostalgia. Desde el luminoso pero lejano mediodía de la firma, no sólo el pobre y tembloroso C.A. (tuvo que vender su abrigo) dejó de ver hasta la sombra de Paola, sino que encima le dijeron que no existía. C.A. podía aceptar la evidencia de sus rúbricas de tímido en los papeles que le habían inducido a firmar, pero no podía aceptar que lo había hecho en estado de enajenación, esto es, no seducido por una joven de oferente, ondulante y silbante figura con pecho de odalisca, talle de avispa y voz de sirena. En síntesis: no podía aceptar que Paola fuese un invento.
Y sin embargo, esas mismas pruebas hubiesen hecho pensar y hasta quebrado la certidumbre de alguien menos anhelante y dolorido. No sólo Paola ni nadie que se le pareciera volvió a coger la línea cuatro, al menos en la serie de trayectos que realizó C.A., tan insistente y numerosa que al final los guardias se apiadaron y le dieron un pase (en Argüelles, uno de los extremos, se llegó a congregar público para verle llegar y darle ánimos), sino que además ni Paola ni nadie que pudiese pasar por su prima volvió a entrar ni mucho menos salir del edificio de mármol, que dejó de ser reluciente para volverse granítico, no sé si me entienden.
Allí se plantaba C.A. a cualquier hora en que no estuviese navegando en el metro o vegetando en su trabajo -o sea, mayormente las de la noche-, y esperaba a que saliese Paola. Por qué no, pensaba, cosas más raras se han visto: ya ven, milongas de amor, tangos. La fauna de desarrapados que invade de noche los barrios de mármol en todas partes del mundo se apiadaba de él -tanta pasión les ennoblecía- y gracias a las putas y a los golfos pudo sobrevivir.
Porque si bien le dieron todos los regalos (al menos los de los dos primeros meses), era a cambio de unos plazos en obediencia, rutina, humildad, grisura y sobre todo tiempo -tiempo futuro- que C.A. no se sentía con fuerzas de pagar. Por enamorado que estuviera. Además qué tenía que ver él sólo quería a Paola. ¿Dónde estaba Paola?
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