Contrasentidos
Hace 25 años, cuando todavía existía en el Reino Unido la limitación de horario para las bebidas alcohólicas, uno de los infinitos Guinness que componen la saga de los fabricantes de cerveza inglesa me contó que desde hacía más de medio siglo la familia destinaba a la política al miembro más preclaro de cada generación a fin de que desde el Parlamento siguiera defendiendo "esa limitación contra la que se oponen liberales sin escrúpulos". Porque no ya la liberalización, sino la simple ampliación horaria, supondría un brutal descenso en el consumo de cerveza. Y así era: recuerdo aún el terror de los parroquianos de los pubs ingleses cuando se les anunciaba a toque de campana que no les quedaban más que cinco minutos para adquirir bebida, y les veo, como yo misma siguiendo el ejemplo de mis anfitriones, dirigirse a la barra y encargar dos, tres o cuatro jarras de cerveza, o whiskies, o ginebras, que llevaban después a. la mesa y vaciaban ansiosos, a toda prisa, antes de que les echaran del local.Incluso viviendo en una sociedad tan hipócrita y tan cruel como la nuestra, sobrecoge ver el cinismo y la frivolidad con que tratamos las cuestiones más candentes. No sólo evitamos el debate sobre ellas, sino que además escondemos, o nos esconden, o no queremos ver sus aspectos más peligrosos y alarmantes en aras de una pretendida moral y de un más pretendido aún bien de los ciudadanos. Es el caso, por ejemplo, de la cerrazón con que afrontamos el problema de las drogas. Ni siquiera en este momento de exposición de programas políticos se planteará un debate que aporte un poco de luz a una cuestión que, aunque no lo creamos, nos afecta a todos. Tal vez, porque, en este país, debatir lo que se dice debatir, no se debate desde hace años, y los medios, los políticos y los ciudadanos nos limitamos todos a descalificar al contrario, superándonos los unos a los otros a cada nuevo envite. Y decretamos la "innegociabilidad" de la cuestión, cerrando con ello el camino que nos llevaría a conocer un poco más el verdadero y profundo significado del problema: un monstruo de varias cabezas al que se pretende combatir sólo con una actitud dogmática, sin tener en cuenta tampoco ni querer valorar las ingentes fortunas que crecen a la sombra de esa prohibición, el dominio de cuerpos y almas que de ella se deriva y los negocios multinacionales de que disfrutan quienes se aprovechan de sus consecuencias y manipulan y distribuyen la droga a su antojo.
Pero no es mi intención acusar por ello a los grandes de la Tierra, que, al fin y al cabo, defienden sus intereses. Es lógico que una gran parte de la sociedad de las naciones, representada por sus políticos, se niegue a legalizar un producto que supondría la desaparición del negocio más vigoroso y rentable del mundo, más incluso que el del petróleo, más aún que el tráfico de armas o el de las especies protegidas. Y todo parece indicar, por lo mismo, que el único fin de esa prohibición que defienden con armas y leyes no es otro que el de exacerbar la demanda. Eso es lo que consiguen, por lo menos. Porque ¿alguien puede creer de verdad que sin la connivencia de aduaneros y policías seguirían extendiéndose las redes que los narcos tienen afianzadas en todo el mundo y se vendería como pastillas de menta toda clase de droga en las cárceles, en las terrazas de los cafés, en cualquier esquina de cualquier calle de cualquier ciudad del mundo? ¿Y alguien puede creer que, de quererlo sus superiores, no acabarían con ese tráfico? Aquí y en América, donde sea.
La prohibición, pues, no tiene como objetivo la desaparición del negocio, sino su control. Seamos honestos. La propia reina Victoria, tan puritana, montó su imperio sobre el tráfico de opio, y los ingleses, igual que los demás países ricos, sólo comenzaron a prohibir las drogas hace unas décadas, cuando, con sus imperios y colonias, perdieron el dominio de los países donde se produce. Lo que se quiere evitar con la prohibición no son las muertes por sobredosis, ni las infinitamente más numerosas entre mafiosos, ni la violencia del drogado que ataca para conseguir su dosis diaria, ni mucho menos el consumo. Ni siquiera, como se nos quiere hacer creer, se pretende erradicar la consecuencia más perniciosa de su utilización, es decir, la dependencia. Porque la verdad es que tantos años de prohibición, tantas muertes, tantos helicópteros americanos fumigando plantaciones de coca en países ajenos, el secuestro de tantos alijos, la vigilancia de puertos y aeropuertos, no han logrado acabar con la venta, la drogadicción y las muertes ni reducir el mercado o el número de víctimas.
Más peligroso para la vida humana que el consumo de drogas parece ser, según las estadísticas, la utilización del coche, que cada semana arroja terribles cifras de muertos en carretera, y las autoridades, como corresponde, no se han dedicado a prohibir su utilización ni a destruir con misiles las fábricas de automóviles, lino que hacen campañas y establecen condenas para prevenir el manejo del automóvil habiendo bebido y evitar el exceso de velodidad. Para ello establecen controles obligatorios, revisiones periódicas que garanticen la seguridad de los vehículos y la capacidad mental, psíquica y física de los conductores, y a su vez la de los demás ciudadanos. No siempre se logra, pero por lo menos se procura. Lo mismo ocurre con el consumo de alcohol, que produce, como poco, diez veces más víctimas que la droga como tal, y en ese caso no sólo no se prohíbe, sino que en muchos casos se fomenta.
Pero el argumento definitivo que se esgrime para justificar la prohibición es que con la legalización aumentaría el consumo. Ni lo creo yo, ni lo creen los grandes señores de la droga, ni las poblaciones que la cultivan, ni los intermediarios, ni los banqueros que blanquean ingentes fortunas bajo mano; ya que, como todo el mundo sabe, la prohibición en los adultos -y en los niños- nunca ha servido para alejar los males que pretende evitar, sino que, por el contrario, exacerba el deseo de lo prohibido que acaba convirtiéndose en un objetivo, cuando no en una obsesión que un día u otro -aunque sólo sea por curiosidad- pueden querer ensayar. Sobre todo los más jóvenes.
Si de verdad se quiere acabar con la droga, lo que no se comprende es cómo, a la vista de la ineficacia de los métodos utilizados hasta hoy -aquí y en todos los países del mundo- no se considera llegado el momento de plantear otra estrategia de lucha que no sólo acabara con la llamada plaga, sino también con ese ejército de vendedores que, para hacerse con nuevos clientes y mantener el negocio de sus amos floreciente, se apostan a la puerta de las escuelas ofreciendo droga a los adolescentes, o esperan a los juerguistas extemporáneos cuando ya su voluntad está quebrada y su capacidad disminuida por el alcohol o el cansan
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cio, o la frustración. Y sobre todo, y lo que es más importante, que pusiera fin a la facilidad con que cualquier camello, cualquier traficante, puede aumentar su partida de droga añadiéndole matarratas por su cuenta.
Porque tal vez ésta sea la consecuencia más terrible de la prohibición de la venta legal de las drogas, la impunidad con que se procede a su adulteración. Una sustancia que no está sometida a ninguna fiscalización farmacéutica o química, que cualquiera puede imitar, falsificar, adulterar en su laboratorio o en su cuarto de baño, y que así se lanza en cantidades ingentes a los canales de distribución. Un fenómeno cada vez más frecuente que provoca la muerte instantánea tanto del drogadicto empedernido como del inexperto o de aquella persona que, dejándose llevar de la euforia o de la curiosidad por lo desconocido y lo prohibido, se asoma por una vez al mundo de la droga. Lo cual no puede serle más fácil.
Esa impunidad es mucho más terrible y provoca más muertes que la misma droga, y casi tantas como la lucha a todas horas de los centenares de miembros anónimos de las facciones de esa red indestructible que cubre el mundo: los señores de la droga, los camellos, las mafias y los funcionarios que operan por cuenta de los servicios antidroga.
Todo esto lo digo no por defender o atacar el consumo de las drogas en sí mismo, que ésa es otra. cuestión para la que doctores tiene la iglesia con más argumentos que yo.- Pero sí porque me parece carente de sentido que se exija la fiscalización de las sustancías que contiene la aspirina, por ejemplo, o la fecha de caducidad de los yogures, y, en cambio, circulen por el país y el mundo, en una red de circuitos tan. densos que cincuenta años de prohibición no han podido debilitar, toneladas de un producto adulterado o que puede adulterar cualquiera, que no da tiempo a crear dependencia porque causa directamente la muerte.
Frente a la ignorancia, de poco sirve luchar contra la droga con campañas deportivas. Es posible que esos muchachos que- corren por las calles de nuestras ciudades se convenzan de que con el deporte la atracción de la droga apenas les afectará. Pero basta con que uno de ellos, por una vez, sucumba para que, no sabiendo lo que toma, pueda morir en el acto. Menos aún sirve encarcelar cada dos por tres a un traficante que a la semana estará en la calle. Ni siquiera serviría encarcelarlos a todos, de ser ello posible, y enterrarlos en una mazmorra de por vida, ya que otros los sustituirían como bien demuestra desde hace lustros la permanencia de las mafias del mundo que nada ni nadie han logrado desmantelar.
No sé de otra forma de lucha contra los peligros que acarrea el consumo de la droga -igual que contra todos los males que no dependen de las armas-que desterrar la ignorancia, por miedo que despierte en las almas cándidas. Y esto sólo se logra con la información y el debate.
Conozco -mejor dicho, conocía decenas de chicos y chicas, de hombres y mujeres, que murieron de repente sin ser drogodependientes porque en la euforia de una madrugada de viernes o sábado, o en una plácida noche de vacaciones, alguien les ofreció un producto adulterado cuyo veneno ni podían detectar ni habrían tenido voluntad de rehusar. Y decenas de otros, redimidos de la droga tras muchos esfuerzos, que un día reincidieron con un pico que les ofreció alguien no controlado por su circuito habitual. No fue la droga lo que les mató, sino la adulteración a que se la somete impunemente.
En una sola noche de viernes, hace varias semanas, murieron en Barcelona cuatro chicos víctimas de esa adulteración. ¿Sabe alguien cuántos chicos y chicas, hombres y mujeres, toman ocasionalmente algún tipo de droga la noche del viernes o del sábado en una ciudad o en un pueblo de España? Decenas de miles. No son drogadictos en el sentido zarrapastroso del término, como no lo eran los que murieron aquel fin de semana. La muerte les sorprendió como puede sorprender a los demás: creyendo haber elegido un ácido, un éxtasis o, un pico, tomaron o se inyectaron en vena polvos de talco, anfetaminas en cantidades industriales o tal vez directamente arsénico. De esas partidas en manos de los traficantes y distribuidores hay miles de dosis en el país. Sustancias cuya adulteración no va a ser motivo de campaña de prevención alguna a la población, ni siquiera a los grupos vulnerables o en riesgo, ni nadie podrá dar la alarma y mucho menos retirarlas de la circulación. Muertes ciertas para quien las consuma, inyectadas o no: usted, su hijo, su hermano, su vecino o su amigo.
Eso sí, que nadie se ponga a fumar a mi lado, que me convierte en fumador pasivo y me ensucia los pulmones.
Rosa Regás es escritora.
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