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Tribuna
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¿Fue un gallo o un sollozo

Bueno, fue la apoteosis. La clausura fue la apoteosis. Como deben ser estas cosas. Para empezar, en cada silla, incluidas las de la prensa y las de los invitados, había ayer una banderita, con su gaviota azul y sus letras rojas y su mástil de plástico. La gente entraba con su maleta a cuestas y se encontraba con la banderita. Lleno total. Ni un asiento libre. Corren aires de triunfo, vendavales de triunfo. Las azafatas -dicen que son modelos profesionales- se multiplican para sentar a todos, para agradar a todos. "Qué amables las azafatas, ¿verdad?". "Muy ricas, sí", contesta él, distraído, el corazón en el centro, el pensamiento -!ay¡- en otras cosas.Fallaron algunos, pero allí estuvieron Javier Escrivá y José Luis López Vázquez (aplausos), Bertín Osborne (más aplausos), Alfredo Amestoy (menos aplausos), Norma Duval (aclamación). Porque, cuando José María Aznar baja y saluda a los invitados -a José María Cuevas, a Juan Jiménez Aguilar, a Leopoldo Calvo Sotelo...- y las grandes pantallas difunden el saludo o el abrazo, la gente aplaude. Pero cuando Aznar besa a Norma Duval -tan guapa, tan alta, tan elegante- aquello es un delirio, una apoteosis.

Sólo Antonio Gutiérrez, recién ratificado como secretario general de CC OO, ha conseguido si no más fervor, sí más aplausos. Cada vez que se le menciona, la sala estalla. Gutiérrez no sabe dónde meterse. Suspira y baja la vista, hace de tripas corazón y saluda tímido, con una sonrisa nerviosa bailándole en los labios. Y José María Fidalgo, que le acompaña, intenta hundir sus más de dos metros de estatura en la moqueta, aplastarse en la silla, desaparecer.

Luego, en la calle, Gutiérrez se despide de Cuevas -"Cuando acabe todo esto, nos llamamos"- y atiende, azorado, a los grupos que se acercan a saludarle. A felicitarle: "Aunque estemos en posiciones distintas, encantado, ¿eh?". A identificarse con él: "Yo soy de CC OO", dice un compromisario del PP que rebusca en su cartera el carné de sindicalista. "No se preocupe, si le creo. Yo tampoco llevo el carné encima",

En la calle hace un frío que pela. Pero la sala en donde Aznar canta su triunfo arde, Las banderitas ondean y cada frase -por vacía que sea- se recibe con la misma unción que si fuera palabra evangélica. No cabe ni un alfiler. La música en plan Guerra de las Galaxias que atruena entre cada intervención hace vibrar las sillas. Y el río de gente que durante todo el Congreso ha estado de acá para allá, subiendo y bajando, se ha detenido. Todos están prendidos del verbo de Aznar: "¡No quiero ni un solo voto que venga por la demagogia, por promesas que, no puedan cumplirse!". Y la gente aplaude, mueve la banderita, se pone de pie. Grita.

Todos pendientes de un Aznar que, metido en faena, en el calor del triunfo, ni siquiera se resiste al autoelogio. Habla del fundador, de Don Manuel que, grande, y cansado, acaba de intervenir, pero habla de sí mismo: "No pienso, por ahora, hacer lo que usted hizo cuando me dijo: toma el testigo y, ¡a correr! Un testigo que he llevado con seguridad y dignidad". Por si hubiera dudas. Que no las hay, al menos aquí.

Y Don Manuel, ya en la mesa, se enjuga ¿las lágrimas? ¿el sudor? que le ha provocado su reciente discurso. Porque ha habido un momento en que, algo a medias entre el sollozo y el gallo emocionado, ha puesto en pie a toda la sala. Ha sido cuando Don Manuel ha mencionado a Galicia y se le ha ido el corazón en un trémolo que ha tapado, generoso y cálido, el aplauso y los vítores de todos.

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Y ¿mañana? En Moncloa, se despiden.

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