¡Por fin!
A las cuatro y tres minutos, José María Aznar ascendía a lo más alto, solo y solemne. Maravillosa soledad del poder y prosaica solemnidad de una inmensa escalera de cremallera reservada para su uso exclusivo que, desde la planta baja, le llevaba en aparente levitación y de un tirón hasta el tercer piso. Hasta el escenario blanco y azul, con estética de plató de Telecinco. En las otras escaleras -zigzag piso por piso- se amontonaban periodistas, compromisarios, invitados y azafatas, personal de tropa que pugnaba por evitar que los dientes mecánicos terminaran por destrozarles los zapatos.Comenzaba el XII Congreso del PP. Tarde desapacible. Fina lluvia. Bromas y saludos, guiños y palmadas campechanas. "Ya estamos, ¿eh?". "Ya estamos". No hay necesidad de decir dónde, ni a las puertas de qué. Porque todos saben de qué se habla a qué se refiere uno y qué puertas van a abrirse de un soplo.Nervios en todos. Nervios que impiden a la gente estarse quieta. Alguien ha tenido una indisposición. "Parece que es un infarto", dicen con preocupación. No hay angustias, pero la gente no para. Va todo el mundo de acá para allá. Hacen corros en la especie de puente que salva el foso que separa la sala del plenario. Colas inmensas en la cafetería, mientras en el pleno Carlos Argos, presidente del comité de conflictos, habla de lo disciplinados que son el partido y sus militantes, del escaso número de expedientes y recursos interpuestos.Y, en éstas, Aznar se levanta. Baja al patio y saluda seguido por las cámaras, por los periodistas. Va hacia los invitados. Y todos se levantan y se acercan a él y quieren estrechar la mano de José María. "José María, José María me ha invitado", dice alguien a una azafata para que le busque un buen lugar. Isabel Tocino, presidenta del Congreso -presidente dice el cartelito que tiene ante ella-, se ve obligada a pedir silencio para que se oiga que este partido funciona sin rechinar, sin fisuras, con disciplina. Como una máquina perfectamente engrasada.
Pero la gente anda en sus cosas. Comprándose una corbata -azul serio y formal- con una bandada de gaviotas en tono más claro, a 1.500 pesetas, o un pin, o un mechero o el estuche de vinos. Rioja. Cosecha PP 1996. La última obra de Aznar -La España en que yo creo- se vende en el stand de la Fundación Cánovas del Castillo. Y se vende bien. ¿Quién no aprovecha para lucir, incluso con las páginas marcadas, los discursos del líder debajo del sobaco?
Y si no, siempre se puede acudir al quiosco de Allí y Ahora, una ONG que depende de la Fundación Cánovas. Una chica explica -inmenso cartel detrás con el lema Mójate- que se trata de una organización joven, de voluntariado para la cooperación, y que están trabajando en Honduras. Están haciendo una campaña para enviar medicamentos y tienen en marcha un proyecto global de viviendas y asistencia en Tegucigalpa.
Y, de pronto, la sorpresa cuidadosamente guardada. La canción. Isabel Tocino -negro y oro- no pudo resistirlo y, tras oírla, lo dijo por la megafonía: "Maravillosa canción". Tiene himno el PP. Entre discurso y discurso, cuando nadie lo esperaba, en los monitores de televisión aparecen Socorro Centeno y Ramón Molina entonando la obra de Joaquín Torres, compuesta especialmente para esta ocasión. "Por fin nuevas esperanzas, por fin nuevas ilusiones", cantan. ¿Título? ¿Es qué hay que decirlo? ¡Por fin! No podía ser otro.
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