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Diferentes y, sin embargo, iguales

Estamos asistiendo, en estos tiempos de perplejidad, al cataclismo generalizado de poderosas creencias, valores y convicciones que habían mantenido y acompañado a la humanidad a lo largo de la era moderna. Así, doctrinas e ideologías que durante casi doscientos años habían adquirido el carácter de categorías absolutas se desmoronan de forma irremisible, y valores considerados consustanciales a la propia dignidad humana resultan cuestionados por nacionalismos, integrismos y fundamentalismos de diverso orden.Los pensadores de la Ilustración soñaron con establecer una filosofia general de la humanidad, un código universal de la razón para toda la especie humana fundamentado en el demos, es decir, creado y asumido por la propia voluntad de los ciudadanos. Este sueño se ha ido asentando y haciendo realidad, en medio de no pocas dificultades, a lo largo de estos dos siglos, y ha alcanzado su expresión máxima en los actuales Estados de derecho y en las sucesivas declaraciones de derechos humanos.

Frente a esta proyección universalizadora, poderosas fuerzas e ideologías defienden un modelo alternativo de sociedad, un mundo dividido, compartimentalizado, formado por identidades particulares asentadas en la defensa de lo propio y el rechazo de lo ajeno. En buena medida, la reciente historia de la humanidad constituye un reflejo de la pugna mantenida entre estas dos grandes corrientes.

En el momento actual se está produciendo un poderoso reforzamiento de los grupos e ideologías particularizadoras tal como lo demuestran la aparición de nacionalismos, fundamentalismos, integrismos, etcétera, cada vez más pujantes, no ya en el Tercer Mundo sino incluso en el propio corazón de Europa. Se trata de un fenómeno que, a pesar de la perplejidad que nos produce, no debiera resultamos sorprendente. Detrás de tales síntomas se esconden causas muy profundas cuyo análisis escapa, lógicamente, a los límites de este comentario. Permítaseme, sin embargo, esbozar en bruto algunas reflexiones básicas que puedan ayudar a entender y remediar esta inquietante situación.

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Es evidente que la explosión de los particularismos ha adquirido, en el momento actual, una intensidad extraordinaria. Sin embargo, no constituye un fenómeno nuevo. Sus raíces se encuentran, de hecho, en la propia filosofía de la Ilustración, la cual propugnó un modelo de sociedad ciertamente universal, pero en el que se identificaba el universalismo con la uniformización y la homogenidad. Ese modelo universal-uniformizador asentido sobre la negación de la diferencia ha sido llevado a la práctica durante los dos últimos siglos, desde! su particular perspectiva ideológica y doctrinal, por los dos grandes herederos de la Ilustración, el liberalismo y el marxismo. De acuerdo con el mismo, quien se desviaba era puesto en lugar aparte, resultaba expulsado de la coherencia social, dando así lugar a un conflicto entre los poderes homogeneizantes y las capacidades diferenciales.

La, sustitución de la sociedad industrial por la sociedad tecnológica, no ha hecho sino intensificar este conflicto, tal como lo es tamos comprobando en los últimos años. De una parte, el centro de gravedad de los antagonismos ya no se reduce a la esfera de las relaciones socioeconómicas, sino que abarca también, de forma cada vez más intensa, al ámbito de los valores socioculturales.De otro parte, gobernada como una superempresa, la actual sociedad tecnológica tiende a condenar a la ineficacia las diversas formas de solidaridad humana, sustituyéndolas por relaciones de pura funcionalidad aplicables en los mismos términos a todos los individuos. Tanto las manifestaciones de identidad como los valores culturales resultan sustituidos, o en el mejor de los casos subordinados, a los modelos de comportamiento y a las formas de pensamiento directamente ligadas a la productividad y el consumo. A través de fórmulas de integración que hacen ver lo diferente como no conveniente, es decir, como no acorde a las pautas marcadas por los poderes homogeneizantes, la sociedad tecnológica está provocando una pérdida acelerada de autononomía tanto de los individuos como de las diversas colectividades humanas. De este modo, la exigencia del reconocimiento del hecho diferencial adquiere un carácter nuclear en la vigente sociedad y se convierte en uno de los factores más importantes del desarrollo de la actual explosión particularizadora.

En contra de los que pudiera hacemos pensar el desarrollo de los acontecimientos, el universalismo y los particularismos no tiene por qué resultar intrínsecamente antagónicos y contradictorios. Resulta evidente la necesidad de un código universal para toda la especie humana basado en el demos, que se concreta en el reconocimiento de la condición de ciudadanos Ubres a todos y cada uno de los individuos. Resulta asimismo evidente la necesidad de considerar al ser humano individual como una entidad muy compleja tanto en sí mismo considerado como en relación con los demás individuos; una entidad que no puede quedar reducida a la sola condición de ciudadano. En una sociedad desarrollada como la actual somos, al mismo tiempo y sin solución de continuidad, miembros de una familia, de una unidad de parentesco, de un círculo de amigos, de un grupo de vecinos de grupos con los que vivimos experiencias comunes de una deteminada colectividad religiosa, de una comunidad lingüística, de una determinada región o nación, de una o varias estructuras políticas que se desarrollan en escalas y segmentos diferentes de agrupaciones ideológicas, o de colectividades que persiguen fines comunes de numerosa y variada índole, y así hasta el infinito.

En mi opinión, la radical incompatibilidad habida hasta ahora entre ambas situaciones se deriva de una incorrecta comprensión y aplicación del concepto de diferencia, concepto que tradicionalmente se ha contrapuesto al de igualdad. Es éste un grave error. El término diferencia no resulta antónimo del término igualdad, sino del de uniformidad La diferencia no sólo no tiene por qué resultar necesariamente contradictoria con la igualdad social, política, económica, etcétera, sino que ambas pueden y deben ser mutuamente complementarias. Antropológicamente, los seres humanos, en cuanto únicos e irrepetibles, somos diferentes. Tales diferencias se manifiestan no sólo a nivel individual, sino también de forma colectiva. Una adecuada interpretación del concepto de diferencia haría posible el reconocimiento y ejercicio en plena libertad de esas diversidades, partiendo siempre de una igualdad en los planos jurídico, político, social, económico, etcétera.

Por ello, resulta perfectamente compatible e incluso necesario en un sistema democrático el reconocimiento de la diferencia convirtiéndola en un derecho como otro cualquiera. Elevar la diferencia a la categoría de derecho supone situar el fundamento de los particularismos en el demos y no en la etnicidad, la religión, el territorio, la historia, la cultura, etcétera. De este modo, el derecho a la diferencia se hallaría limitado por un sustrato básico de derechos común a todos los seres humanos y que encuentra su expresión tanto en las tablas de derechos y libertades de los diversos Estados democráticos como en las declaraciones universales de derechos humanos.La elevación de la diferencia a la categoría de derecho permitiría desactivar y dar un cauce democrático a muchas situaciones explosivas provocadas tanto por algunos nacionalismos y fundamentalismos como por situaciones de inmigración, refugio, asilo, etcétera, evitando así males inmensos y brutales tales como la limpieza étnica, la eliminación física o psíquica del diferente, etcétera. Al mismo tiempo favorece ría la aceptación y reconocimiento de la diversidad de lenguas, religiones, culturas, razas, tradiciones, etcétera, como un hecho consustancial al ser humano y no como una especie de monstruosidad o escándalo. Parafraseando a Bobbio, es hora de que se produzca "el paso del hombre genérico, del hombre en cuanto hombre, al hombre específico, en la especificidad de sus diversos estados sociales ( ... ) cada uno de los cuales revela diferencias que no consienten igual tratamiento e igual protección".

Gurutz Jáuregui es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad del País Vasco.

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