El jurado en litigio
Después de un decenio largo de Gobierno socialista que en poco ha contribuido al desarrollo de la Constitución y cuando, vapuleadas por los escándalos, se tambalean las instituciones democráticas, sorprende que el establecimiento del jurado, un paso importante en la recuperación de la democracia, no haya recibido los correspondientes albricias y parabienes. Ante acontecimiento de tanta significación, sólo cabe detectar una pasividad escéptica -habría que concluir que a muy pocos les importa el despliegue democrático de nuestras instituciones-, indiferencia únicamente interrumpida por las críticas, tan acerbas como esperables, de algunos liberales.En este último decenio, también en España, como en el resto del mundo, estas voces prevalecen sobre las de los demócratas, y no digamos ya si se califican de demócratas sociales -socialdemócratas, para decirlo con el germanismo al uso- que han de entenderse como una especie de demócratas universales, en cuanto pretenden trasladar la democracia política a los demás ámbitos de la sociedad: la empresa, la familia, la educación, la justicia y un largo etcétera. Si se pone en tela de juicio la democracia social, entendido como democratización de las distintas esferas sociales, ¿por qué el principio de organización que se rechaza en la empresa, la Universidad o la justicia ha de ser defendible en el Parlamento o en el Gobierno? Cuestionar a la socialdemocracia por su voluntad de democratizar las distintas esferas sociales pudiera arrastrar por la misma pendiente a la democracia política.
Semejante pronóstico permanece tan ambiguo como tenebroso, mientras no se diferencie nítidamente entre democracia y liberalismo. Se explica que se confundan desde el momento que las democracias europeas lograron combinar, en síntesis bastante satisfactoria, las instituciones propias del Gobierno representativo con las sociedades del Estado de bienestar. Nada. se entiende, sin embargo, de lo que está ocurriendo a nuestro alrededor -sin ir más lejos, en Francia en estas últimas semanas- si no se presta atención al hecho crucial de que la fusión de las corrientes liberales con las democráticas, que había caracterizado a Europa desde la segunda posguerra, se está descomponiendo a gran velocidad.
La polémica en torno al jurado, al ser una institución coherentemente democrática que encaja mal en los supuestos básicos del liberalismo, tiene la virtud de hacer explícitas estas cuestiones. La fusión de ambas tradiciones, pese a que en la combinación re sultante haya predominado siempre una de ellas, más democracia que liberalismo o a la inversa, suele chirriar en la práctica, pero rara vez de manera tan estruendosa como con el jurado. Si desde los principios democráticos -igualdad de todos los ciudadanos y soberanía del pueblo- el jurado cae de su propio peso, en cambio, parece poco compatible con una concepción liberal que subraye la desigualdad constitutiva de los humanos, cuyo mantenimiento en individualidades recias e independientes constituiría el mayor bien social: el tema político básico es entonces cómo se defiende el individuo, soberano y creador, de los ataques del poder estatal -protección de los derechos liberales de cada uno-, pero, sobre todo, del igualitarismo implícito en las sociedades capitalistas modernas. Alexis de Tocqueville, en la primera mitad del siglo XIX, se encontró en los lejanos EE UU con que la democracia no sólo era un sueño filosófico, sino que podía ser una realidad vivida con todos sus inconvenientes y ventajas -el haber señalado ambos es su principal mérito- más aún, que constituía el destino inexorable de nuestra civilización. "Sería incomprensible que la igualdad no acabase por penetrar en el mundo político al igual que en los demás. No se puede concebir que haya hombres eternamente, desiguales en un solo punto e iguales en todos los demás. Acabarán, pues, en un tiempo dado, por ser iguales en todo".
La igualdad es el principio en el que se fundamenta la democracia: la igualdad política refuerza la igualdad social, así como la igualdad social constituye el basamento que aguanta la política. De elección popular han de ser, en consecuencia, los tres poderes del Estado: el presidente, las Cámaras legislativas y los jueces. "En América, el pueblo elige al que hace la ley y al que la ejecuta: y él mismo forma el jurado qué castiga las infracciones a la ley". "El pueblo reina sobre el mundo político americano como Dios sobre, el universo", escribe Tocqueville con la grandilocuencia propia del romanticismo.
El supuesto básico de la democracia es el principió de igualdad; si todos los ciudadanos están capacitados para elegir al presidente y a las Cámaras legislativas ¿cómo se les puede negar el derecho a elegir a los jueces o a participar en el proceso judicial como jurados? El principio constitutivo de igualdad que informa a la democracia conlleva dos aspectos esenciales que suelen olvidarse: el primero, que a los derechos corresponden, por el otro lado de la medalla, deberes; segundo, que cumplir con los deberes exige una participación activa de los ciudadanos.
De ahí que sea inconcebible una democracia en la que los ciudadanos se desentendieran de los asuntos públicos: para medir el desarrollo democrático alcanzado nada mejor que pulsar el desarrollo democrático alcanzado de interés que el ciudadano medio muestre por la cosa pública. Ahora bien, el interés por lo público y las posibilidades reales de participar en los asuntos públicos se refuerzan mutuamente: donde el interés es grande, se termina por abrir las vías de participación; donde éstas funcionan, aumenta la inclinación ciudadana por la res pública. Partiendo de la igualdad de todos los ciudadanos, el objetivo al que se dirige el sistema democrático es a que todos participen en la resolución de los asuntos que a todos conciernen. Desde este enfoque, el jurado se muestra un derecho y, por tanto, un deber de los ciudadanos, al que no se puede renunciar. Desde el punto de vista democrático, lo único que hoy habría que añadir a estos planteamientos es que el jurado sólo tiene sentido como una forma más de participación ciudadana y no como una excepción que, en cuanto tal, resulta incomprensible. Oigamos de nuevo a Tocqueville: "El sistema americano, al mismo tiempo que distribuye el poder municipal entre un gran número de ciudadanos, no teme multiplicar sus deberes. En Estados Unidos se cree, con razón, que el amor a la patria es una especie de culto al que los hombres se apegan cumpliendo con sus prácticas". Desde la presencia ciudadana en la vida municipal -la democracia crea tantos deberes como derechos, tantas cargas como libertades, cara y anverso de una misma medalla- el jurado se entiende como una forma más de participación ciudana. En cambio, en una sociedad en la que de hecho se han eliminado todas las formas directas de participación, sobre todo allí donde deberían ser más asequibles, en el ámbito municipal, verdadero caldo de cultivo de todas las virtudes democráticas, el jurado tiene que parecer un monstruo extraño, proveniente de otra edad geológica. En un orden político que coloca en un nivel a los que mandan y en otro a los que obedecen, cualquier mezcla de estos dos planos provoca el natural estupor y rechazo. Por democracia se entiende entonces algo muy diferente, a saber, la mera posibilidad de que los que obedecen elijan cada cuatro años el grupo organizado que va a ejercer el mando. La democracia no significa eliminar al amo -autogobierno o gobierno de todos-, sino el derecho a elegirlo entre los candidatos propuestos.
En la democracia igualitaria -y no hay otra- el liberal cree que se oculta la peor de las tiranías, la de la mayoría, la de las masas, la de la plebe, o como quiera llamársela. El principio fundamental que informa a las sociedades modernas no sería el de igualdad, como se empeñan los demócratas, sino el de libertad entendida como la oportunidad real de cada cual de llegar a ser el que quiere ser. John Stuart Mill, liberal consecuente, reaccionó con vigor ante la idea de democracia que Tocqueville había importado de América. La peliaguda cuestión política que han de resolver las sociedades modernas no es la de establecer un orden político basado en la igualdad de los ciudadanos, con el fin de que todos puedan participar en los asuntos que a todos conciernen, porque esta concepción de la democracia olvida lo principal, pese a ser lo más obvio y elemental, la desigualdad de los individuos, con talentos y caracteres bien distintos, de modo que no todos pueden hacerlo todo, sino cada uno lo que sepa y pueda. El liberalismo tradicional británico ya había planteado -y resuelto constitucionalmente- cómo el individuo puede protegerse del poder del Estado. Mill radicaliza la cuestión trasladándola a la sociedad: si hemos establecido los mecanismos jurídicos para protegemos del Estado, y en este aspecto parece que las cosas marchan, la tarea grave que queda por resolver es cómo podrá el individuo resguardarse de la sociedad, es decir, de quedar sometido a las opiniones y pautas de comportamiento de la mayoría. Asunto primordial si se cree con Mill que el avance social consistiría en la creación de individualidades capaces de romper con las ideas y normas recibidas. En tal caso, el verdadero problema del Gobierno representativo consiste en impedir que la mayoría aplaste a las minorías -las únicas creativas-, más aún, que los minoritarios, o si se quiere, para usar la expresión del gran liberal que fue Ortega, la "minoría selecta", puedan acceder a la! instituciones públicas.
Si la democracia no se entiende sin participación, en cambio, desde un liberalismo consecuente resulta inadmisible que el Estado obligue a coadyuvar en cualquier función pública como soldado, como jurado, como protector de la naturaleza y dejo abierta a la fantasía del lector todas las formas de participación social y política imaginar. El liberal considera imprescindible el Estado tan sólo como garantía de la libertad individual y, por tanto, lo único que puede exigir es que cada cual contribuya al gasto público según sus recursos, es decir, que pague religiosamente los impuestos; en todo lo demás, con tal de no dañar a otro ni vulnerar sus derechos, hay que dejar la libertad de hacer o no hacer lo que la real gana de cada cual decida soberanamente. Tan horrible es que se nos obligue a votar, como ocurre en algunos países, como a hacer el servicio militar, o tener que juzgar a otro como miembro de un jurado. El Estado tiene una única misión: proteger la libertad de cada uno; para que la pueda cumplir, pago mis impuestos. Luego han de ser profesionales pagados por el Estado los que me defiendan en uniforme: policía y ejército. De la manera que los ingenieros son los encargados de construir los puentes, los jueces lo son de juzgar a los reos. La sociedad progresa al hacerse cada vez más compleja y heterogénea. Al aumentar las diferencias, crecen también las probabilidades de que emerjan individualidades creadoras, que sólo podrán cuajar si a cada uno se le deja hacer lo que considere oportuno, sin obligarlo a nada. Lo que rechaza el liberalismo de ayer y de hoy es un igualitarismo del que se desprendan deberes concretos. El jurado, como todos los derechos democráticos, conlleva por la otra cara un deber.
Conviene poner énfasis en el hecho de que se ha restaurado el jurado, una de las instituciones emblemáticas de la democracia participativa, precisamente, cuando esta forma de democracia se debate en retirada y el jurado poco puede hacer por sí solo para que se restablezca. Más bien cabe temer que, en un ambiente hostil, un mal funcionamiento del jurado ayude a desprestigiarla. Malos son los tiempos para la democracia; hasta los éxitos se vuelven contra ella.
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