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No escaparéis

Con el invierno el agente Ferrer comienza a dormir mal. Sufre de sueños. Y hacia el final del año se le agitan tanto que su mujer, harta ya de que le peguen patadas, se levanta en mitad de la noche y se va a dormir con las niñas, en una cama más pequeña pero más segura.

Ferrer sueña con sangre. Gente con la frente abierta, a la que se le escapa el futuro y, se derrama sobre el asfalto. Caras jóvenes, bonitas una hora antes, desfiguradas por cristales. Ciegas, a veces. O si de verdad no tienen suerte, con la espalda rota como si fuesen gambas, condenados de por vida a una silla frente a un televisor. Mujeres vestidas de plata y degolladas por el espejo retrovisor, como la del año pasado. Abogados de éxito ejecutados por un semáforo que una fuerza arrancó del asfalto para aplastarles sin posible recurso ante el tribunal de los derechos humanos. Así, por las buenas.

Pero no es la sangre lo que más le agita. Lo que le hace dar patadas. Lo que perturba el sueño del agente Ferrer es el lado inapelable de todo ello. Esa especie de destino a hora fija que hace que buena parte de la población se arroje a la calle vestida de fiesta a jugar a la ruleta rusa y a veces perder. Esa noche de bruma y brujas es casi noche de difuntos. Una especie de enorme bacanal funeraria en la que se celebra algo tan memorable como que ocupamos el mismo sitio que todos los años a esta hora en el inmenso atasco de las estrellas.

Ferrer sabe que no hay escapatoria. En torno a la medianoche, en una ciudad en calma, un asesino de mirada turbia y sonrisa idiota surgirá en cualquier imprevisible esquina con una moto desbocada. Esa será la señal. La agente Sanz, que le acompañará mañana, dirá "ya empezamos", porque así empezó el año pasado, y a partir de ahí más de uña vez querrán pedir refuerzos. No los pedirán porque sabrán que es inútil: también los policías, piensa alguien arriba, tienen derecho a celebrar el fin de año.

¿Celebrar? Esa palabra es parte de lo que agita el sueño del agente Ferrer. ¿Por qué lo llaman celebración? La celebración se acaba con la eucaristía pagana de las campanadas y las uvas. A partir de ahí, en una misteriosa unanimidad, gente uniformada por los vestidos de fiesta propios de esa noche y sólo de esa noche se arrojarán en brazos de una alegría obligatoria de lentejuelas y burbujas que consiste en abrazar a quienes estén cerca, besarles si merece la pena (y si no, besar el aire, como las señoras), desearles "feliz año" y luego arrojarse vestidos a una piscina de champán, o vodka, o garrafón, da igual, para ver si cae el número premiado y esta noche de difuntos toca el gordo. O por lo menos una pedrea: un brazo roto, una ceja sangrante o un faro del coche. Esto último, por culpa de los seguros, ni siquiera se contabiliza como premio.

Este peligroso torneo en el que hay más borrachos que peatones está precedido de votos. "Seré bueno", dicen los gladiadores. "Dejaré de fumar, adelgazaré, seré solidario con el Tercer Mundo, no tiraré plásticos en la naturaleza y respetaré las colas". Y seguidamente, muertos de risa por la imitación anual de Martes y Trece, culminación culturico-televisiva del año que en nuestra moderna tradición ha pasado a ser como la Misa de Gallo de la noche de San Silvestre o el Don Juan del Día de Difuntos, se arrojan, a la calle a jugarse el cuello y de paso el de los demás.

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Otro misterio es el de la tristeza, pues también parece obligatoria. Suenan las campanadas, se toman las uvas, y en la maravillosa alegría de gente arrojando serpentinas y confetis y besuqueando a quien se ponga a tiro, alguien rompe a llorar y al mismo tiempo ríe. Es algo muy extraño. Toda esa felicidad que parece un anuncio, todo el mundo representando su, papel a la perfección y de pronto alguien se echa a llorar y se abraza como un náufrago a quien puede.

Pero el agente Ferrer sabe que esas lágrimas no son de verdadera sal. Para lágrimas el silencio que se escucha al otro lado del teléfono cuando hay que llamar a unos padres y decirles que. un borracho se ha saltado dos semáforos y ha matado a su hijo.

La inminencia de esas llamadas, su carácter de sentencia, sin apelación, sin recurso, es lo, que provoca los sueños agitados del agente Ferrer. Sabe que sus sueños son profecías. No escaparemos, murmura.

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