Johan Guirigay
La crítica ha sido unánime: el Atletico le pintó la cara de rojo al Barcelona. Tal euforia decorativa empezó en una declaración de principios: en vez de considerar al equipo de Cruyff un enemigo, excepcional, los chicos de Antic se limitaron a tratarlo como al rival de turno. Dicho con otras palabras, el equipo local se organizó como de costumbre; cuatro aquí, cuatro allí, dos por delante. Cada hombre desempeñaría su misión habitual: si el contrario avanza por mi demarcación, yo me encargo de administrarle un calmante; si el compañero envía la pelota a mi demarcación, en ella estoy yo para administrarla. Frente al marcaje individual, las ventajas del juego en zona serían un secreto a voces con la práctica diaria, cualquier futbolista medianamente aplicado llega a aprender su trabajo de memoria. Si quiere resolverlo, sólo debe cumplir dos condiciones: tener un noventa por ciento de entusiasmo y un diez por ciento de suerte.Para zanjar la cuestión, cabe añadir que, en general, todo entrenador se mueve entre dos posibilidades: la de ser fiel a una única fórmula, convenientemente elegida y ensayada, y la de alterarla en función del adversario. Ambas opciones son legítimas y, conforme casos, y circunstancias, ambas pueden ser eficaces. Sin embargo merecen distinta calificación estética. A saber, la primera suele caracterizar a un equipo grande; la segunda siempre delata a un equipo pequeño.
En el partido del sábado, el Atlético de Madrid fue fiel a su sistema. Hizo el reconfortante ejercicio de olvidarse de historias e historiales, y se limitó a creer en sí mismo. La paradoja estuvo en el bando contrario: esta vez, el viejo Barça filarmónico, cuyos apologistas se permitieron la pereza de copiarle el nombre de guerra a la selección norteamericana de baloncesto, estuvo en manos de un entrenador mezquino. La noticia es doblemente dolorosa para el fútbol por una razón casi mitológica. Resulta que el entrenador del Barcelona no se llama Rácano Racanovich; se llama nada menos que Johan Cruyff.
Pero, Johan: ¿no quedábamos en que tres defensores bastan para mover el mundo? ¿No habíamos apostado por los artistas en perjuicico de los camorristas? ¿Por qué llenó el área de armarios y el campo de policías? ¿Qué hacían en el banquillo Prosinecki, Hagi y De la Peña? ¿No vio usted que tenían el escudo del Atlético grabado en la cara?
Esta vez, Johan, su grandeza romántica se redujo a una frase: Pudieron meternos siete".
En realidad debió decir: "Fueron tres, pero parecieron 30".
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