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Nuestras propias barbas

Quienes vivíamos en Francia en mayo de 1968 (yo, concretamente, en las cercanías de París, de donde me trasladaba diariamente a mi despacho en la capital) no podemos dejar de comparar aquella situación, con la que ahora está produciéndose a consecuencia de las huelgas que, desde el 24 de noviembre, extienden por todos los ramos de la economía francesa y por toda la superficie del territorio francés unos efectos paralizadores a la vez espectaculares y desconcertantes.En 1968, el general De Gaulle, jefe entonces del Estado, dejó pudrirse la situación durante más de tres semanas apostando claramente por el hartazgo. de los consumidores ante la paralización del aparato productivo (y eso que en ningún momento faltaron ni los alimentos fundamentales, ni la electricidad, ni el gas, ni la prensa diaria); a punto estuvo de perder su apuesta, y de ahí su ausencia de la capital desde la mañana del 29 hasta primera hora de la tarde del 30 de mayo, sobre la que tanto se ha especulado (como no era para menos, pues incluyó una visita al cuartel general de las tropas francesas de ocupación en la ciudad alemana de Baden-Baden); finalmente, en la misma tarde, la colosal manifestación de apoyo a su personal que subió desde la plaza, de la Concordia hasta el Arco de Triunfo, reveló que había ganado la partida. Aun así, el primer tren para Zúrich no salió de París hasta la noche del 6 de junio (viajábamos en él cuatro gatos).

La economía francesa tardó varios meses en reponerse de aquella tremenda convulsión. En el Parlamento la oposición presentó durante la huelga una moción de censura que no prosperó. De Gaulle disolvió la Asamblea Nacional y las elecciones del 23 de junio le regalaron, como reacción contra el caos en que la huelga había sumido al país, una mayoría aplastante de diputados.

Es cierto que, en abril del año siguiente, el referéndum que convocó para domesticar a un Senado indócil (pero no hostil) le fue desfavorable, y que, herido así su orgullo, prefirió dimitir; pero la izquierda había quedado quebrantadísima: el Partido Comunista (su componente más numeroso y disciplinado) y figuras emblemáticas, como, Mendès-France y Mitterrand, que (al cabo de 10 años de gaullismo) habían creído tocar el poder con los dedos en mayo del 68, tuvieron que resignarse a ver cómo la elección presidencial de abril del 69 se convertía en un duelo entre el gaullista Pompidou y el centrista Poher y cómo transcurrían 12 años más hasta que, con la ayuda de la hostilidad de Chirac contra Giscard d'Estaing, Mitterrand conquistaba, al fin, la presidencia.

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La historia se repite; pero nunca de la misma manera. Ni el hoy (también al fin) presi dente Chirac tiene la talla de su antecesor y modelo De Gaulle, ni la sociedad francesa es la de hace 27 años. Su economía está mucho más imbricada que la de entonces en la economía europea, y viceversa. Además de otras muchas cosas, ha dejado entretanto de haber dos Alemanias y se ha descubierto que el paro obrero es, en nuestro continente, un fenómeno estructural insoslayable que, unido al envejecimiento demográfico, ha empezado a demoler el edificio (de cuya solidez apenas si, hace un cuarto de siglo, dudaba alguien) del Estado de bienestar.

Una cosa, sin embargo, parece seguir igual: la incapacidad de la izquierda francesa para formular propuestas constructivas y merecedoras de crédito frente a un centro y una derecha que, visiblemente desorientados, no sabían en 1968, y siguen sin saber a qué santo encomendarse.

Mientras tanto, los días se suceden acercándonos imparablemente a los amenazadores vencimientos de los plazos fijados en Maastricht. Si Francia no reduce su déficit público en la fecha estipulada (¿y quién se atreverá, ya hoy, a apostar por que lo reducirá?), no es que no participará en la moneda única; es que no habrá moneda únca; porque no podrá haberla, en ausencia suya, sabe Dios por cuánto tiempo: un tiempo que el imperialismo del marco va a alargar todo lo que pueda. El abismo que la crisis actual está cavando en Francia hace así el juego, por un lado, del euroescepticismo británico (verdadera eurofobia), y, por otro, de la demagogia alemana mitificadora de su moneda, que los socialistas alemanes están explotando a fondo para desbancar a Kohl, desecadenando así un apetito hegemónico que no es nada seguro que, una vez llegados al poder, sean capaces de mitigar; mientras que Kohl sólo podrá resistirlo manteniendo los plazos inflexiblemente.

Y no piense el lector que estas consideraciones nos han apartado del tema inicial: en la Europa de hoy las situaciones están muchísimo más entremezcladas que en la de 1968: y España será absorbida, a su vez, por la espiral francesa, si es que ésta continúa girando a velocidad creciente. Esta vez no se trata de recordar la validez del refrán relativo, a las tan conocidas "barbas de tu vecino"; en Francia están hoy pelando nuestras propias barbas

Sólo falta -pues sería siniestramente premonitorio- que el próximo día 14 no pueda pueda celebrarse en París (como no habría podido, si hubiera sido convocada para -por ejemplo- el 20 de mayo de 1968) la ceremonia de la firma del pacto destinado (¡Dios lo quiera!) a poner en los Balcanes esa paz que los europeos hemos sido incapaces de conseguir y que los estadounidenses tienen la gentileza de consentir que se firme en Europa, para ver si así nos consolamos un poco de nuestra impotencia y digerimos algo mejor nuestra humillación.- José Miguel de Azaola es escritor.

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