¡Viva el 7%!
Ahí están esas tontas llorando, con rímel ido y los chorretones de pintura en tromba por las mejillas; ahí están dejándose fotografiar para el mundo, exhibiendo su oui, o exhibiendo su non, corridas de tristeza o corridas de alegría, para el caso y la tontería es lo mismo; están llorando, fijense que asunto supremo, por ser o por no dejar de ser canadienses. No lloran, por supuesto, porque alguien haya muerto, se haya ido o haya vuelto, porque hayan conseguido un trabajo y desafíen al tiempo con una suerte bárbara, o porque les haya salido el seis doble en la vida y esté ahorcado. Nada de eso: jovencitas que lloran por una provincia, sin nada mejor que hacer; transidas, observen, de sentimiento administrativo.Qué tragedia, supónganlo: viven en uno de los países de mayor calidad del mundo, en un destino soñado por millones de indigentes físicos y morales repartidos allí donde las lágrimas van muy caras. Hace frío, de acuerdo, pero el invierno es la estación de la inteligencia. Si lagrimearan por el frío... Nada que hacer, sin embargo. Voilà la inmarcesible potencia del sentimiento nacional: no hay prosperidad que lo frene. Con suma elegancia, el sentimiento es capaz de llevar a quien sea hacia la ruina. Vaya bicho, el sentimiento...
Y vaya bichos sus gestores. Descerebrada, la política del mundo no halla lugar entre el manejo estadístico o el bramido de la identidad. Con hipocresía absoluta, la política celebra la participación en el referéndum. Un 93%, dicen, de ciudadanos conscientes e implicados. Y la misma política culpable de haber planteado ese empate histórico, esa equis infamante, se apresta ahora a resolverla a partir de los 50.000 votos de diferencia: estadística e identidad más que nunca aliadas.
Sólo hay un grito posible.
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