Desordenadores
Hace tres o cuatro años sucumbí. Algunos amigos, algunos familiares, vertieron la ponzoña en mi oído, lugar predilecto de los envenenadores renacentistas: unas gotas templadas de veneno en el conducto de la dormida oreja y eliminaban, sin rastro, al tirano. O al justo y leal gobernante que estorbaba amores adúlteros y ansias de poder. Por el oído nos llegan el bien, el mal, la doctrina acertada, el empeño y la música del karaoke. Quiero decir, con estos pedantes circunloquios que me empujaron a comprar un ordenador como útil de trabajo. Y lo hice.Es como la incitación al primer cigarrillo o el porro iniciático; viene de fuera, provocado por la emulación, antes que la reflexión -lo hice durante medio siglo, hasta el mismísimo enfiserna-, para homologarme con los mayores. Jamás probé anfetaminas, salvo en vísperas de exámenes, ni cocas, de lo. que me siento, simplemente, contento, sin afanes proselitistas. ¡Allá cada cual!
Mi primer ordenador -como suele suceder con el automóvil y la mayoría de los amores- era de segunda mano. Quien me lo procuró tuvo la benevolencia de comprender mis arraigadas limitaciones, iniciándome en su uso, como en el de una máquina de escribir perfeccionada. Con aquel trato compartí los últimos tiempos, hasta que, quizá una corriente de aire, la polución informática, o qué sé yo, le inféctaron un virus. Hice cuanto pude, pues le había tomado cariño. Una señora experta acudió con los disquetes de primeros auxilios y logró vencer el contagio en la memoria, pero no en las paredes vitales, que son él programa. Una especie de habilidosa y lograda autopsia. Mis torpes manipulaciones hicieron que, sin proponérmelo, diera fin irremediable a mi ordenador. No encontré más recurso ni consuelo que decirme que lo maté porque era mío.
Contemporáneamente hubo una consulta de especialistas, cuyo diagnóstico fue unánime: hacerme a la idea de. aquella desgracia, acopiar resignación, llevar un modesto duelo discrecional y hacerme con otro. De esta forma contraje nuevas nupcias, quiero decir que llevé en brazos, hasta mi casa, el flamante, artilugio. El más barato de los clónicos, lo que recordaba a los expósitos que abandonaban el torno.
Sus y prestaciones son miles de veces superiores a mí necesidad, pero el ingenio actual es incapaz de hacer las cosas sencillas, pues resulta muchísimo más fácil. complicarlas. El trato familiar y concienzudo como el primero nada tiene que ver con la nueva convivencia. Ahora estoy en condiciones de comprender al funcionario o al profesor destinado en una comunidad autónoma con lengua vernácula, tremenda la ventura para adultos terminales, como yo.
Asombra la desenvoltura y determinación de los expertos, que golpean, con tino y sin contemplaciones, teclas insólitas que dan paso a imágenes coloreadas, llenas de signos, índices, instrucciones imperativas, sin el menor temor. "La máquina te lo dice todo", arguye el amigo que dilapida su paciencia instruyéndome en el endiablado manejo: "¡Síguela, nunca se equivoca! ¡Eres tú, siempre, el confundido!". Forma parte de la legión de incondicionales que en el combate del hombre y la mujer contra el ordenador se ponen de parte de este último. Una especie de fundamentalistas informáticos.
Corro el albur de que llegue a sus windows mi recelo y, en consecuencia, el actual y perverso ordenador tome represalias. Por el momento se limita a jugar conmigo, me desampara, abre maravillosas expectativas o se queda mudo, quieto, llevando la angustia a mi corazón. Parpadea con insolencia y me provoca al gesto que puede eliminar la temible memoria y el vital programa. Ha subyugado a la más veterana impresora, a la que domina sin misericordia. Sospecho que está tan asustada como yo mismo.No nos engañemos. Quien adquiere un nuevo ordenador, además de contribuir a hacer más rico aún al señor Bill Gates, sin duda se enfrenta a un adversario implacable, que es preciso dominar, si se puede. Y servirse de él, sin reparar en medios, ni en lo que pudieran decir las ONG. El mío, el que acabo de comprar, a plazos, no se porta correctamente. Creo que juega sucio, abriendo una sola opción: él o yo.
Como en toda religión, vieja o nueva, hay entusiastas, simples adheridos e inclusive escépticos. Otro Conocido, veterano en estas líneas, bordea la herejía no tiene empacho en admitir, temerariamente, que el robot puede errar. "Todos podemos equivocarnos alguna vez, ¿no? Al fin y al cabo, las máquinas son también humanas". Creo que la aparentemente frívola apreciación convierte a éste en una especie de kamikaze radical. Y no sé qué es peor.
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