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Tribuna:PIEDRA DE TOQUE
Tribuna
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La guerra del serbio

Mario Vargas Llosa

Una llamada anónima alertó a una de las agencias internacionales que pululan en Zagreb y ésta envió a un funcionario a comprobar si era cierto. Lo era: entre Vojnic y Miholjsko, en la Krajina del norte, veinticinco mil refugiados se apiñaban, en seis kilómetros de carretera, cercados por alambradas y puestos de vigilancia del Ejército croata. La denuncia no pudo ser más oportuna. El gobierno de Zagreb había ocultado a las Naciones Unidas la llegada de aquellos refugiados procedentes de la 'provincia autónoma de Bosnia occidental' y acababa de firmar un acuerdo con su líder, el renegado musulmán Fikret Abdic, para obligarlos a descruzar la frontera, rumbo a Velika Kladusa y a las represalias del gobierno bosnio, que ha retomado la provincia rebelde. Hecha pública su existencia por la ONU, ahora, por lo menos en teoría, no pueden ser expulsados de Croacia y sobreviven, en una escuálida madriguera, gracias a las raciones que les hacen llegar las organizaciones humanitarias.Constituyen una infeliz humanidad, veinte mil hombres y cinco mil mujeres que comparten diez letrinas y ven acumularse a su alrededor las basuras que acabarán por tragárselos, si no acaban antes con ellos las enfermedades, el miedo, la frustración o el hielo del próximo invierno. Viven en tiendas de campaña y refugios de latas, tablas, toldos, cartones y desechos inverosímiles. Ha llovido y hay barro y una neblina fantasmal en la que diviso a un viejo leyendo una edición francesa de Nana, de Zola. Son musulmanes que no responden para nada al estereotipo occidental del musulmán: rubios cabellos, facciones eslavas, pieles blancas, mujeres que, en vez de andar veladas, exhiben caras, brazos y piernas con la desenvoltura de cualquier europea. Nada en su apariencia -salvo, tal vez, la amargura y el miedo de los ojos- los diferencia de un croata, un serbio o de sus hermanos de religión, los bosnios islámicos, que los detestan todavía más que los ortodoxos y los católicos, pues los consideran traidores.

Lo son, dentro de una esquemática perspectiva nacionalista que intente racionalizar el galimatías en que se halla sumida la ex Yugoslavia, pues es verdad que se insubordinaron contra el Gobierno de Sarajevo y proclamaron la autonomía de esa provincia de Bosnia occidental que penetra como el pistilo de una flor maldita en la Krajina croata, y que, por un tiempo, fueron aliados de los serbios. En verdad, su delito es haber sido siempre pobres e ignorantes y haber seguido ciegamente a quien les daba trabajo y, aprovechándose de su desamparo, los utilizaba sin escrúpulos para sus designios.

Me refiero al multimillonario Fikret Abdic, uno de esos turbios aventureros que prosperan con las dictaduras y las guerras como las alimañas en los pudrideros. Ya era rico antes de que se desplomara el comunismo gracias a las prebendas y monopolios con que el régimen lo favoreció y lo fue todavía más en el período de convulsiones y traumas que siguieron a la muerte de Tito. Los tentáculos de Agromerc, su empresa de Velika Kladusa, se ramifican por toda la región, complementando las operaciones agroindustriales legítimas con todos los tráficos y contrabandos que el embargo, la guerra y el desplome de la legalidad convirtieron en pingüe negocio. Cuando sus esfuerzos para hacerse con el poder político en Bosnia a través de las elecciones fracasaron, formó un Ejército particular y proclamó la autonomía de la provincia de la que era señor feudal. Allí gobernó, aliado con el Ejército serbiobosnio, hasta que la ofensiva croata del mes pasado para recuperar la Krajina, combinada con las acciones del Quinto Cuerpo bosnio, acabaron con la secesión. Entonces, Fikret Abdic huyó a Zagreb, se instaló en la más elegante suite del Hotel Esplanade, traicionó a los serbios y vendió al gobierno croata a estos pobres diablos que fueron sus soldados y a los que salvó de milagro aquella misteriosa llamada anónima.

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Cuando les pregunto por él, uno de ellos masculla: "¡Ahora vive en Zagreb y se entiende con los croatas!". Las bocas de los otros permanecen mudas, pero sus ojos relampagueantes lo dicen todo. Saben que no regresarán nunca a Velica Kladusa, donde han quedado por lo menos la mitad de sus familias, que no pudieron huir porque eran demasiado viejos o demasiado jóvenes o demasiado débiles o enfermos y ahora se hallan libradas a una incierta suerte. Los que están aquí son los más jóvenes y fuertes y, por lo tanto, los más expuestos a represalias, pues no pueden negar que vistieron uniforme y portaron armas. Cuando oyen hablar de la posibilidad de una amnistía, son categóricos: no la aceptarían, no volverán de ningún modo a Bosnia. Su sueño es emigrar lo más lejos posible: Australia, Nueva Zelanda, Canadá.

La amargura que se adivina en todos ellos no tiene sólo que ver con la miserable y asfixiante existencia que llevan, dentro de los confines de una carretera sin asfaltar. Ella se debe, sobre todo, a la conciencia de su condición de apestados, de marginales a todas las grandes fuerzas en conflicto, de colectividad que se quedó de pronto sin valedor. ¿Quién se interesaría por ellos? Bosnios, croatas y serbios los desprecian y se alzarían de hombros si los vientos de la guerra los arrasaran. Y, sin embargo, estos veinticinco mil infelices sacrificados por los malabarismos de Fikret Abdijc, así como sus parientes rezagados en Velica Kladusa, son la mejor demostración de la estupidez y el absurdo de la tragedia yugoslava. Ellos representan esas verdades particulares, en entredicho con la verdad general que permite tomar partido, lanzar anatemas, condenar o justificar a los beligerantes, cuando se contempla un conflicto como el que desangra a los Balcanes desde la cómoda distancia de una filosofía, religión o ideología que cataloga, explica y da respuesta a todo. Éstas son las gentes del común, que no tuvieron perspectiva ni información suficiente para entender lo que vivían ni prever las consecuencias de sus acciones y que fueron arrastradas por una dinámica confusa y brutal que destrozó sus vidas. Ellos son esos números sin cara de las estadísticas, los derrotados de todas las guerras. Si no llegan a emigrar a las remotas tierras de promisión con que sueñan, puede que sean masacrados en la próxima ofensiva o contraofensiva, sin pena ni gloria, y en los libros de historia futuros, que expliquen la desintegración de Yugoslavia, sólo merecerán una apresurada nota a pie de página.

No han pasado dos horas desde que yo y los tres amigos con los que viajo hemos dejado el campo de refugiados, cuando el destino nos depara otra pequeña muestra de lo que, desde hace, tres años, es el pan cotidiano de esta Krajina liberada, conquistada y vuelta a liberar. Vamos rumbo a Knin, a través de un paisaje que sería bellísimo si, además de los prados ubérrimos y los grandes bosques románticos, no proliferaran, también, esas casas desventradas y carbonizadas y esos pueblos vacíos, pulverizados por la metralla. En una cuesta, nuestro automóvil alcanza a un camión militar y debido a la estrechez de la ruta, no puede pasarlo. Lo sigue, pegado al guardabarros. Va lleno de soldados que beben cerveza, pasándose la botella de mano en mano. Cuando advierten que nuestro vehículo lleva las siglas de ONU, nos apuntan con los fusiles y con gestos amenazantes nos invitan a rezar y a persignamos. Súbitamente, uno de ellos lanza una ráfaga de metralleta por encima del auto y es celebrado por sus compañeros con chacota. Y, cuando, al fin lo pasamos, el mismo soldado nos dispara otra ráfaga, de despedida, sacudido por las carcajadas.

Éstas son diversiones relativamente inocuas de las que, según me entero en mi recorrido por las Krajinas, los liberadores croatas de la región hacen víctimas con frecuencia a los funcionarios civiles de las Naciones Unidas y de otras organizaciones internacionales que pasan por allí. En verdad, se trata de una estrategia de intimidación, para ahuyentar a testigos incómodos de las operaciones que -¡un mes después de la exitosa reconquista de la Krajina!- llevan a cabo el Ejército y la policía croata de quema, demolición y saqueo sistemático de todas las casas, chacras y aldeas habitadas por serbios. La limpieza étnica está ya en gran parte consumada en todos los pueblos, de los alrededores de Knin, donde cruzo sin cesar camiones militares, sin placas, cargados del botín de los saqueos: muebles, neveras, camas, frazadas, aparatos de radio, ventiladores, utensilios de cocina, cuadros. Lo que no es robado es destruido, para asegurar que los antiguos moradores serbios no vuelvan a poner aquí jamás los pies: hay cadáveres de animales -vacas, cerdos, perros, gallinas-, casas humeantes, y en el poblado de Citluk, donde vivían antes dos mil personas, que da sólo una viejecita de 89 años, llamada Dovar, medio loca, malviviendo entre la pestilencia y los escombros.

En Knin mismo, el panorama es menos dramático a primera vista, pues, en contra de lo que dijo la prensa, aquí no hubo resistencia ni combates. Cuando los tanques croatas entraron, casi la totalidad de los serbios, que constituían el noventa por ciento de la población, había huido. La ciudad no fue bombardeada, sólo saqueada. En las calles hay animación, vida de cafés y un comercio que contrastan con la soledad lunar y la devastación que sobrecoge los pueblos del contorno. Pero la horrible cara de la guerra asoma cuando visito las oficinas de la ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados) donde se refugiaron ochocientos vecinos serbios que no tuvieron tiempo, de escapar. Duermen unos sobre otros, en colchones o mantas extendidos en el suelo de dos habitaciones tan estrechas que a penas pueden estirar los brazos. Comen gracias a los cascos azules -checos y egipcios- que comparten con ellos sus ranchos. Las autoridades croatas no los dejan emigrar pues alegan que entre ellos hay una treintena de criminales de guerra que deben serles entregados.

Mientras se decide su suerte, los ochocientos serbios refugiados en los locales de la ONU de Knin juegan ajedrez, miran el cielo, amargamente me recuerdan que ellos formaban el setenta por ciento de la población de las Krajinas desde la Edad Media, cuando fueron instalados allí como frontera viva contra el otomano y que ahora han perdido todo lo que tenían -casas, ropas, dinero, familia, país- y que a nadie le importa. Cuando les pregunto si en otras circunstancias, aceptarían reinstalarse en Knin son tan contundentes como los bosnio-musulmanes en Vojnic: ¡nunca jamás! Tampoco quieren emigrar a la zona serbia de Bosnia o a la Yugoslavia de Milosevic. ¿Dónde, entonces? Lejos, lo más lejos posible: Australia, Nueva Zelanda, Canadá. También este puñado de desesperados encarna una verdad particular, distinta y antagónica a esa verdad general que se ha ido abriendo paso en la opinión pública, para la que el conflicto yugoslavo tiene la siguiente composición moral: serbios y bosnioserbios malvados, bosnios buenos y croatas y bosnio croatas semibuenos. Es una calificación ética subordinada a la fuerza militar de cada una de las partes en conflicto, a su capacidad de cometer crímenes y abusos contra sus adversarios.

Y, en efecto, como hasta ahora los serbios eran los más fuertes, gentes como Milosevic, Karadzic y el general MIadic merecen encabezar el siniestro palmarés de la crueldad balcánica, por el número de víctimas y la sangre que han hecho correr. Pero lo que yo he visto en este fin de semana en las Krajinas, los veinticinco mil musulmanes 'traidores' confinados entre Miholjsko y Vojnic, las viejecitas enloquecidas de pánico y las aldeas chamuscadas de Knin y los ochocientos serbios apretujados en el local de la ACNUR, son una saludable llamada de atención contra las simplificaciones fáciles y los anatemas apresurados. Ellos muestran que la barbarie y la razón están repartidas de manera más intrincada y escurridiza y que cortan a la vez horizontal y verticalmente por los tres campos en conflicto y que, cuando se mira éste de muy cerca, no hay sólo tres partidos sino varios más, y muchos matices intermedios. Y, sobre todo, que el origen del mal, la estupidez-matriz de lo ocurrido, fue la pretensión nacionalista de separar, creando fronteras artificiales, lo que andaba visceralmente mezclado desde hacía tanto tiempo. Los responsables de ese horrendo crimen no son sólo serbios, bosnios y croatas, que ahora están pagando en carne propia la insensatez nacionalista, sino también los gobiernos occidentales que la patrocinaron con la intención maquiavélica de ganar zonas de influencia o países vasallos y, como el aprendiz de brujo, se vieron de pronto con un incendio entre las manos que ya nadie sabe cómo apagar.

Copyright Mario Vargas Llosa 1995. Copyright Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SA, 1995.

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