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Tribuna:
Tribuna
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Una carta abierta

A veces, la mejor manera de hablarle a todo el mundo es dirigirse a uno en particular. Ese uno puede ser en ocasiones uno mismo, pero más natural parece que el destinatario de la comunicación sea otra persona. En la ocasión presente quiero escribir para mis lectores una especie de carta abierta dirigida a mi joven colega Antonio Muñoz Molina. Y así lo haré.Querido Antonio: leo en este periódico un artículo suyo redactado en las postrimerías del verano madrileño, durante cuyas gratas soledades se ha hecho usted acompañar por un personaje de ficción: el protagonista de cierta novela de Saul Bellow, autor norteamericano de quien yo fui amigo y compañero en la Universidad de Chicago allá por la década de los sesenta y con cuya obra el azar le ha puesto en contacto ahora. En ese artículo me transporta usted a convivir en la esfera imaginaria -fino ardid de cervantino novelista- con la sombra de otro amigo nuestro, el recién desaparecido Julio Caro Baroja, y con una criatura de la ficción literaria: el señor Sammler, personaje inventado por Bellow. Los tres, el ficticio, el difunto y el aún superviviente, compartimos, según usted afirma, ciertos rasgos: testigos del atroz pasado ("A los tres los une una común condición de testigos") ser capaces de captar la realidad sin engañosos ilusionismos ("una curiosidad desengañada y también piadosa, una solícita atención"), y la pronta e intrépida disposición a declarar lo que uno piensa. Permítame que, hablando por mí, explique a través de usted a los lectores mis silencios últimos. Creo deberles esta explicación a aquellos que, conturbados ante el presente panorama de la vida pública española, han notado la ausencia del cuarto a espadas que solía echar yo mediante mi colaboración, previamente asidua y luego más bien rara, en las páginas de este periódico.

Mediante una intencionada reticencia, quise en mi anterior artículo olvidarme expresamente de "esta tan podrida realidad en que el país chapalea", acogiéndome al inofensivo recurso de los temas literarios; y quienes, no demasiado distraídos por sus vacaciones, prestaran alguna atención a lo ahí dicho, bien pudieron entenderlo. El caso es que, apenas publicado ese artículo mío, el revuelo suscitado por unas discretas y sensatísimas palabras de José Luis Aranguren vino a confirmar mi convicción de que no puede uno acercarse al lodazal sin que el fango le salpique, dando quizá ocasión con ello, involuntariamente y de buena fe, a que el generalizado encanallamiento orqueste un nuevo espectáculo obsceno: el de un hombre venerable y digno puesto en la picota y vilipendiado con saña por antiguos (aunque, en el fondo, demasiado actuales) fascistas y comunistas, ahora presuntos liberales, investidos para esta temporada (¡quién lo hubiera dicho!) de melindrosas, escandalizadas, hiperestésicas sensibilidades ético-jurídicas... Quizá Aranguren había incurrido en el noble pecado intelectual de imprudencia al proclamar una verdad que todos conocen y a nadie le conviene reconocer o asumir, Pues es lo cierto que, en medio de tanta gritería, el simple propósito honesto de restituir ciertos hechos a su contexto histórico resulta inútil y tal vez contraproducente. Un ambiente de trifulca, de violencias verbales, de insultos, de calumnias y de golpes bajos no deja lugar a la intervención razonable: cuando ella se intenta es repelida o, peor aún, se la pervierte al envolverla en tan deletérea atmósfera. El vapuleo recibido por un maestro respetable como Aranguren me ha traído penosamente a la memoria las peripecias de Unamuno en vísperas de la guerra civil.

Y no trato en modo alguno de sugerir que la situación en que se encuentra sumida hoy España me parezca homologable, ni si quiera comparable, a la de aquel entonces. Las circunstancias de uno y otro momento histórico son, al contrario, muy otras. El drama de la Segunda República española debe interpretarse, creo yo, a la luz de un tardío desarrollo nacional interno hacia la democracia, cumplido a contramano de las corrientes políticas que a la sazón prevalecían en Europa; un drama nacido, pues, de nuestro tradicional aislamiento; mientras que, si se atiende al fondo de lo que ahora está ocurriendo aquí, podrá bien advertirse que -aun cuando ello duela más a quienes en forma directa e inmediata lo padecemos no es sino aspecto local de un fenómeno europeo cuya raíz deberá hallarse en los cambios socio-culturales de insondable profundidad que están conmocionando a la humanidad entera. Con eso y todo, siendo los españoles quienes particularmente han de sentirse afectados por lo que en España sucede, no es sino muy natural que entre nosotros se lo someta al más próximo escrutinio.

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Ciertamente, los políticos profesionales y sus coadyuvantes publicitarios, entregados a una sórdida, implacable refriega, parecen incapaces de medir -o bien no importarles nada- las consecuencias de actuaciones que, cuando menos, merecen ser tenidas por dañosas y destructivas: y de otro lado, aquellos intelectuales -pensadores, ensayistas, sesudos catedráticos- que se deciden a exponer públicamente sus reflexiones acerca de la situación, suelen ceñir el análisis a las concretas e inmediatas maquinaciones partidarias. Cuando, para hacerse cargo de lo que está ocurriendo en este lamentable teatro político -o grotesco circo-, algún comentarista se esfuerza por tomar distancia, suele hacerlo ensanchando retrospectivamente el campo de su observación; esto es, remitiéndose al pasado nacional, que de hecho quizá no pese tanto como se supone. Diríase que no logramos superar mentalmente el obsesivo ensimismamiento de España, ahora que -para bien o para mal- tan irrevocable y estrechamente inserta se encuentra ya dentro del escenario mundial. Apenas, y sólo de manera tangencial, son manejados y entran a jugar en el curso de esas especulaciones los datos de la radical transformación socio-económica y socio-cultural que la población de este país ha experimentado durante las últimas décadas -una transformación que, siendo factor decisivo a tenerse en cuenta para interpretar los fenómenos locales, se ha producido sin embargo en nuestra tierra, por contraste con el proceso democratizador de los años treinta, al unísono con el resto del mundo y que, paralela en todas partes, en todas partes está teniendo efectos semejantes. A ella, pues, habría que remitirse. El persistir, en nuestro inveterado ensimismamiento recorta la que es una situación común para encerrarla dentro de lasfronteras del Estado, impidiendo así entenderla de manera cabal. Más aún, impide también calcular la hondura abismática de su gravedad, al perder de vista las universales dimensiones de los problemas básicos planteados, olvidando que sus términos exceden con mucho a aquello que, anecdóticamente, pueda ocurrir día a día en este nuestro país europeo de segundo orden. Lo que actualmente acontece entre nosotros sólo dentro del cuadro de la situación mundial puede ser comprendido; y comprenderlo es el primer paso para, cuando menos, adoptar frente a ello actitudes razonables. Su acertado diagnóstico tal vez aconsejara un tratamiento de observación atenta y discretos paliativos, a la espera de que el cuerpo social, venciendo la amenaza de desenlace funesto, se restablezca y recobre con éxito feliz una renovada normalidad.

Pero no es tarea fácil la de establecer ese diagnóstico; pues ¿quién sería capaz de dar razón de un mundo sometido a tan vertginoso cambio como el presente es? Unificado por obra del progreso tecnológico hasta convertirse en esta "aldea global" de que tanto se habla, los portentosos adelantos que de un día para el siguiente siguen introduciéndose en la urdimbre de ese cuerpo social fuerzan a cambiar una vez y otra los comportamientos de la gente, alterando el modo de las relaciones interpersonales y poniendo en cuestión las pautas de conducta que todavía ayer eran adecuadas; pero al mismo tiempo esos adelantos de la tecnología, desde la física atómica, hasta la electrónica y la ingeniería biológica, contienen -salvada la incertidumbre de todo lo venidero y superados sus peligros- una promesa del nuevo orden que, apenas esbozado en unos pocos y vacilantes rasgos, parecería apuntar ya. Por el momento, apenas si acertamos a percibir un dudoso diseño de ese nuevo orden, dentro del cual, ajustada a circunstancias inéditas, habrá de encajar la convivencia humana, si es que nuestra especie va a subsistir para adentrarse en una futura etapa histórica. Mientras tanto, nos vemos reducidos a seguir repitiendo con incrédula rutina unos viejos concceptos, pura superstición ya hoy, pues no corresponden a la práctica de una vida cotidiana alterada por el uso de las nuevas técnicas, y condenados a seguir arreglándonos, mal que bien, con las instituciones que tan torpe e ineficazmente funcionan, incapaces por lo tanto de suscitar, no digamos el entusiasmo de la gente, sino una auténtica adhesión más allá de la mera palabrería.

Para describir el estado de ánimo que es común a los habitantes de un mundo en vertiginoso cambio, de un mundo en el que pierde sentido todo lo antes acostumbrado, y donde las contínuas renovaciones no dejan, espacio a que se consoliden nuevos hábitos sobre perspectivas firmes, puede valer la referencia al estado de ánimo de las víctimas de alguna catástrofe, sea natural o provocada por la locura humana (condición a la que tantísimas gentes se encuentran sometidas por estas fechas), que de pronto se ven desalojadas de su casa y entregadas a una insegura provisionalidad. De ahí dimana esa tan lamentada pérdida de valores que viene acusándose desde hace tiempo, y que conforme él transcurre, se acentúa rada vez más. La crisis de los valores no es cosa accidental, ni el superarla depende tampoco de ningún voluntarismo. Sólo si se halla sustentado sobre un orden social sólido y estable, con el correspondiente equipo de instituciones acreditadas y prestigiadas por su efectivo rendimiento, podrá prevalecer un correspondiente sistema de valores.

Cuando la estructura social está sometida, según ahora ocurre, a un proceso de cambio tan intenso, incesante y rápido como el impuesto por la implantación de las nuevas tecnologías, ya ni las instituciones obsoletas, ni los principios teóricos que las justificaban, ni las normas que rigen su juego, merecen el respeto general; y entonces las multitudes, desconcertadas, no saben más a qué atenerse. En esta situación no faltarán quienes apelen al cascarón vacío de caducas ideologías como pretexto para entregarse a violencias insensatas, surgirán y se multiplicarán las más absurdas sectas, se aceptarán como verdaderas las más ridículas creencias, Y se pondrá fe en las más improbables expectativas. Bajo condiciones tales de azorante interinidad, ante un permanente estado de emergencia, con la prolongada angustia del "sálvese quien pueda", es inevitable que las relaciones públicas y privadas se vean minadas por la radical desmoralización del "todo vale". Ocioso empeño sería el de establecer un muestrario de sus odiosas manifestaciones, tanto aquí en España como en el resto del planeta: basta con leer la prensa diaria, escuchar la radio o mirar el televisor para que, ubicuas, se nos hagan presentes a cada hora. Es ésta, desde luego, una situación aflictiva, en grado sumo; y tal cual ocurre en caso de catástrofe (terremotos o guerras, para insistir en la analogía de antes), situaciones tales ofrecen oportunidad propicia a los facinerosos para sus fechorías, y para el despliegue de sus vilezas a los miserables. ¿Qué de extraño tiene que tanto prosperen ahora las conductas indignas de la humanidad, los peores desmanes a que nuestra naturaleza zoológica induce?

Hasta tanto que aqueI deseable nuevo orden mundial cuyos perfiles apenas quieren insinuarse todavía no haya cuajado ¿qué remedio queda sino soportar por lo pronto, y mejor en silencio, la fetidez del pudridero donde se descompone el cadáver social de un pasado todavía insepulto, fácil pasto para toda clase de gusanos? Siendo ello así, quizá no le quepa a uno, pienso yo, otro recurso que el de consolarse, como el difunto Durandarte en la cueva de Montesinos a la espera de una eventual resurrección (y con esto -ya lo ve, amigo Antonio- vuelvo yo a recluirme en mi cueva literaria), adoptando la sabiduría del resignado consejo: "¡Paciencia y barajar!".

Francisco Ayala es escritor.

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