El fin
Agosto se va. Agosto agoniza, dicen los periodistas, los locutores de radio. El mes se disgrega y deja un pelado solar entre un gentío atónito.Enero envía a febrero, noviembre a diciembre pero agosto no es contiguo a nada. Su fin es un precipicio. Más allá de él se abren las fauces de la ciudad y su olor de mendigo, la dentadura laboral y los sucesivos despertares apátridas.
Atardeceres de cuero, concursos de arroz a banda, novias con faldas de hilo, ensaladas exultantes, salazones metafísicos, siestas de jubileo. Todo se deshace en unas horas. Será preciso ahora una larga e incierta caminata para regresar a este mes que tanto tarda en reproducirse.
De nuevo la gran estafa. En el espacio donde se había creado un vacío de tiempo empiezan a abrirse fisuras por donde se cuela el espectro de la cotidianidad mientras un antiguo sentimiento de autocompasión retorna. En este fin de semana la conciencia está más que alertada sobre el fin y ya se oxidan los triviales oleajes del mar a la hora del desayuno. Por la tarde a eso de las siete una luz plana enseña su pasta de leucemia y todos saben que es una sustancia mortal. Los bosques siguen quemándose en amplias zonas pero esa catástrofe parece falsa en relación a la tragedia que se viene encima. Pánico colectivo a la tromba de tiempo oficial que llega tras la operación retorno. Los lunes no serán en adelante iguales a los jueves, ni los sábados a los miércoles y los domingos. El presente continuo se cambia por la finitud, jornada a jornada.
El verano no es sólo el fin de las vacaciones sino el término de una ilusión. El reconocimiento de un nuevo error mientras el mes viaja como una carpa para asentarse en otro lugar ingenuo y reproducir la gran broma de la inmortalidad.
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