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Bufones, juglares o clérigos

En esta encenagada hora de España, muchos son los que están echando mano de un adjetivo específicamente literario para calificar situaciones, actitudes o personas: les aplican el valle-inclanesco adjetivo dé esperpénticas. Transportada así al terreno literario, la inmundicia se hace en alguna medida palatable, pronunciable. La asepsia de la invención poética resulta capaz de dignificar aun los más viles objetos. Olvidémosnos, pues, por un momento de esta tan podrida realidad en que el país chapalea, y -si se nos permite una veraniega distracción- hablemos por el momento de literatura. ¡Con la venia, pues!Puesto a comentar una nueva edición de mi novelita Historia de macacos, el crítico amigo Rafael Conte hacía notar que su argumento coincide exactamente con el de un cuento 'La pasajera del San Carlos, incluido en el libro Obra breve, de Pérez-Reverte, que el propio Conte ha prologado. Y Juan Cruz, el editor amigo, me anima a comentar en un artículo tal coincidencia. Así voy a hacerlo.

Para empezar, se advertirá que no estamos ante un caso insólito; muy al contrario, en literatura los argumentos, como las coyunturas mismas de la vida humana, son muy pocos, y siempre iguales, repetidos de una vez para otra. En la presente ocasión se trata de una anécdota curiosa; a saber: la supuesta esposa de un funcionario colonial resultó ser en verdad una prostituta profesional, con quien él se había asociado para explotar la concupiscencia de colegas y demás colonos, dejándolos finalmente burlados. Este simple hilo argumental es, por supuesto, susceptible de diversos tratamientos literarios; y en efecto, muy distintos son el que recibió en mi relato de 1953 y el que ahora le ha dado Pérez-Reverte.

La cosa en sí no tiene nada de particular, pero se presta bien a discurrir sobre la índole de la creación -poética plasmada en una obra narrativa de imaginación. O, puesto en otros términos, a marcar la diferencia entre una ficción literaria y la realidad práctica a que ella está referida. Semejante discurso lo he desarrollado yo hace tiempo con análisis detallados. de cierto episodio del Quijote, el del lavado de barba del protagonista en casa de los duques. A lo escrito entonces quizá pueda añadir ahora alguna matización más, aprovechando la feliz identidad del sustrato argumental de mi añeja noveleta con el del cuento reciente de un colega joven. Pues la casualidad ha venido a poner de relieve el origen común del material anecdótico utilizado por ambos.

Ya en la edición española del libro de Keith Ellis sobre El arte narrativo de Francisco Ayala había puesto la traductora una nota -era el año 1964- donde informa al lector: "Un episodio análogo se cuenta en España como anécdota, en relación con Romero Robledo ( ... ): un cierto ambicioso obtiene un cargo del ministro por los favores de la supuesta esposa del solicitante, y éste, cierto tiempo después, revela al ministro que era soltero". Valga esta nota en apoyo de lo antes dicho: las situaciones se repiten siempre de nuevo, tanto en la vida práctica cómo en la literatura. Y la que sirve de base a estos relatos, el de Pérez-Reverte y el mío, pertenece a la vieja categoría del chascarrillo, cuyo esquema consiste en un engaño más o menos ingenioso dando ocasión a regocijo. La mitología griega y el Antiguo Testamento, Esopo, el Conde Lucanor, el Decamerón, El Quijote, etcétera, abundan hasta el día de hoy en la elaboración literaria de burlas semejantes.

Volviendo a nuestro caso: mi narración -como sabe quien la haya leído- está situada en una imprecisa zona tropical del continente africano, donde víctima del engaño no lo será el político español que aquella traductora mencionaba, sino sucesivamente todos y cada uno de los miembros de mi imaginario establecimiento colonial. Escrita y publicada durante mi residencia en Puerto Rico, muchos lectores se maliciaron, a pesar de todo, que la historia debía referirse a esta isla del Caribe. En vista de lo cual, y conel deseo de neutralizar ese tonto -pero por lo demás tan frecuente- empeño de reconocer modelos reales en las obras ficticias, decidí aclarar las fuentes de inspiración de mi novelita mediante una nota antepuesta al texto que había de reproducirla en una antología. Y lo hice con las palabras siguientes: "En el tiempo de mi infancia (...) fue a Guinea como administrador del Hospital de Fernando Poo, y cada vez que regrasaba con licencia nos traía la maravilla de maderas preciosas y relatos fascinantes. Sobre la base de uno de ellos elaboraría yo, al cabo de tantos años, mi Historia". De este modo puntualizaba que la anécdota, eje argumental de la narración situada por mí en tierra africana indeterminada, proviene en concreto de la colonia española de Guinea. Pues bien, Pérez-Reverte reconduce ahora, por su parte, el chascarrillo original de manera explícita a ese mismo punto: "Corrían los tiempos", dice, "en que Fernando Poo era todavía eso: una colonia próspera y ejemplar habitada por blancos altaneros y negritos buenos"; y enseguida cuenta con agilidad su cuento desde la perspectiva del capitán del barco que mensualmente hacía la carrera, ida y vuelta, desde Cádiz a Santa Isabel.

Dicho esto, no hará falta señalar, pues resulta obvio, que el autor de "La pasajera del San Carlos' desconocía mi obrita. Y ello se comprende: la publicación de libros es hoy tan abundante y continua que nadie pude estar al tanto de cuanto se encuentra en el mercado, por no hablar de las estanterías de bibliotecas. Por lo pronto, los estilos de la prosa, las técnicas narrativas, los respectivos desarrollos de la acción son totalmente distintos en ambos relatos, el suyo y el mío. En suma, lo único que una y otra composiciones literarias tienen en común es la anécdota, probablemente real, sobre la que fueron montadas. Y, siendo así, proporcionan, como antes dije, excelente oportunidad para reflexionar una vez más en términos generales acerca de la relación entre los materiales de la experiencia viva y la invención literaria en ellos basada.

Digamos ante todo que sólo el tipo mostrenco de lector -o de espectador, en su caso- a quien de la obra de arte no le interesa sino "aquello que pasa", o mejor aúnque no quiere saber sino "lo que pasó", podría hacerse cuestión acerca de la "originalidad" de un relato literario a juzgar por la "novedad" del argumento que desarrolla. Es ese lector que, impaciente, se salta, "la paja", se detiene en los diálogos, y quizá se apresura a buscar en las últimas páginas del libro el desenlace de la acción; y claro está que su curiosidad podría quizá saciarse mejor con un resumen, o tal vez pidiendo a alguien que le cuente cómo termina la novela (o la película); pero ¿cabría en cambio afirmar que el argumento de una novela es mero soporte, o pretexto, para levantar a su alrededor un edificio de valor estético?, ¿que una cosa es la verdad, y otra, de calidad muy diferente, quizá más alta, la poesía? Sostener esto equivale a ignorar la calidad literaria que es propia y peculiar de la vida humana misma; y que la anécdota original de un poema constituye, siquiera sea en germen, una creación literaria.

En efecto, el complejo de hechos constitutivo de una anécdota sólo adquiere la condición de tal, es decir, sólo adquiere sentido, mediante una forma verbal capaz de comunicarlo; y es cosa bien sabida que los mismos chistes, los sempitemos chascarrillos, se repiten siempre de nuevo, con mayor o menor efecto, en las más variadas versiones, a lo largo de los siglos. También es de vulgar conocimiento que su eficacia depende del arte -un arte modesto, pero arte al fin-, de la gracia con que el chistoso de turno acierte a desempeñarse.

A partir de la común experiencia dé la vida, cuyo sentido -misterioso en su fondo- se quiere descubrir y busca expresión desde los niveles elementales del folclore y la paremiología hasta los más profundos tratados de metafísica (o hasta la novela, que para Unamuno era el instrumento máximo del conocimiento), todos los esfuerzos literarios vienen a parar, a final de cuentas, en un mester de clerecía, cuando no de juglaría.

Francisco Ayala es escritor.

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