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Tribuna
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El nacional-populismo

Desde siempre han sido las palabras armas de la política y las reglas de la retórica, hoy habría que añadir de la mediología, el mejor manual de instrucciones para la conquista y conservación del poder. En política, las cosas no se nombran: se enaltecen o se condenan; las palabras no significan ni designan sino que consagran o matan. Son custodias o dagas, sobre todo las que vehiculan estereotipos positivos o negativos de amplia vigencia. De ahí la abundancia y, con frecuencia, la ilegitimidad de su uso. Así con el fascismo.La segunda mitad del siglo XX se ha caracterizado por una interesada inflación en el manejo del término fascista, con frecuencia de escasa pertinencia teórica y casi siempre de urgida voluntad descalificatoria. En el mundo capitalista, cada vez que se ha querido, sin duda con razón, advertir del peligro para la, vida democrática de una acción, fuerza o proceso, al que no cabía calificar de comunista, se le ha motejado de fascismo, fuera cual fuese su relación efectiva con ese fenómeno.

El neocorporatismo político-social de los años setenta y ochenta, el tribalismo grupal de las sociedades posindustriales, las formas totalitarias y despóticas que han asumido las reivindicaciones nacionales en los países de la antigua Unión Soviética y de la antigua Yugoslavía, los movimientos integristas del mundo islámico, han sido el soporte de numerosas atribuciones fascistas tan equívocas como perturbadoras. Los bien intencionados. y superficiales textos de Bernard Henri Lévy, André Glucksmann o Jacques Julliard -en particular Ce fascisme qui vient de este último-, lejos de haber contribuido a lanzar en Francia la reflexión sobre esa nueva expresión totalitaria qué representa la etnización del pan-nacionalismo populista serbio, la han clausurado antes de que se hubiera iniciado. La abominación de las purificaciones étnicas ha empujado a ver el horrible presente de ese integrismo esclavo desde el retrovisor de los campos nazis de exterminio.

El fantasma nazi fascista, del que por tantas razones y entre ellas los skin heads y las bandas paramilitares no es tan difícil liberarnos, está ocultándonos el proceso político autocrático más inquietante de este fin de siglo: el nacional-populismo. Su eje ideológico fundamental, tiene un doble referente: la nación y su guia-presidente.

El múltiple resurgir actual del fenómeno nacionalista ha provocado una avalancha bibliográfica que cabe agrupar en torno a dos viejas matrices ideológicas: la alemana o esencialista, que inaugura Fichte en 1806 con su Discurso a la nación alemana, para la que la nación es un individuo colectivo y la francesa o voluntarista, que encuentra su más conocida expresión en la conferencia ¿Qué es la nación?, que pronuncia Renan en 1882 y en la que la nación se presenta como un conjunto de individuos.

A su vez, cada una de estas dos matrices cobija dos opciones teórico-políticas: la primera, la concepción óntica de la nación-sino y la concepción biológica de la nación-herencia; la segunda, la concepción cultural de la nación-proyecto y la concepción ciudadana de la nación-contrato.

Las formulaciones nacionalistas con que nos topamos hoy en España no reproducen ninguna de estas cuatro variantes, sino que las combinan entre sí, sobre todo las más próximas, según las determinaciones del contexto en que, se producen o los intereses de los políticos que las enarbolan.

Sólo los nacionalistas radicales, tanto de veta periférica como de renovada savia central-hispánica, se manifiestan como adictos de la concepción óntica. Para ellos, la nación no es un destino que se escoge, ni siquiera un patrimonio que se hereda pero al que cabe renunciar, La nación es un fátum, un hecho definitivo, que existe con independencia de nosotros y que, por tanto, no nos pertenece, sino al que pertenecemos sin término y sin remedio.

Ahora bien, el hecho nacional, según los nacionalistas radicales, carecería de efectividad sin el hecho estatal, sin ese providencial producto histórico que es el Estado-nación. En realidad, obsesionados por las relaciones de poder y viendo en el Estado el ámbito privilegiado de su ejercicio, reducen la política a cratología, estatalizan la totalidad dé los procesos y elementos que intervienen en la vida pública, disuelven en él a la sociedad política y hacen del Estado la única expresión posible de la nación y del estado de sus relaciones sociales.

En ellos, la opción nacional. se radicaliza cómo respuesta exasperada al rechazo cada día más general del Estado, consecuencia de sus graves y numerosas disfunciones. Radicalización a la que contribuye la. fractura de las sociedades contemporáneas en las que la fragmentación sectorial y, el neocorporativismo, la implosión de los vínculos sociales y la exclusión como realidad cotidiana avivan, como señala con gran penetración Ernst Gellner, la necesidad de pertenencia comunitaria que encuentra en la nación el colectivo más noble para ejercitarla. Con lo que la fórmula de Estado-nación parece ofrecer, en cuanto nación, la posibilidad más adecuada de recrear un ámbito común de pertenencia y, al mismo tiempo, en cuanto Estado, la condena al descrédito y a la inefectividad. Fórmula, contradictoria, sin posible conciliación nacional, que remite a las soluciones mágico-retóricas y es tierra predilecta de las intervenciones populistas.

Pues el populismo, es en esencia eso: solución de los problemas, superación de los conflictos mediante la apelación a las virtudes extra-ordinarias del contacto directo entre el líder y el pueblo, sin mediaciones institucionales, sin instancias intermedias asociaciones y grupos de interés-, ni mediadores políticos partidos y organizaciones- La crítica del modelo de la democracia representativa, y la impugnación de sus modos políticos que el populismo comparte con el fascismo, no deben llevarnos a confundirlos. Entre sus muchas diferencias, el minimalismo y la plasticidad programática del primero frente, a la importancia y rigidez de los contenidos ideológicos del segundo y la función capital del partido único en el nazifascismo frente a la función secundaria y puramente instrumental del aparato de poder al servicio del líder en el populismo, los sitúan en campos muy distintos.

He hablado del minimalismo programático del populismo y quiero dar un solo ejemplo actual: la primera y victoriosa campaña electoral de Berlusconi, estuvo basada en dos únicos núcleos sémicos -Italia Como nación y los italianos como empresarios de sí mismos- expresados casi sin palabras (los cerca de setenta anuncios publicitarios no contenían más de 30 términos diferentes). El partido Forza Italia se vendió a sí mismo vendiendo los mas bellos paisajes urbanos y rurales italianos, y Berlusconi vendió la 'imprenditorialitá " de sus paisanos -su condición de empresarios emprendedores destinados al triunfo- vendiendo simplemente su imagen, símbolo de sus logros empresariales y de su éxito personal.

La personalización de la política propia de. la sociedad de masas del siglo XX ha provocado una transformación sustancial de los comportamientos electorales hoy ya reconocida por todos los especialistas. Lo que llamamos la volatilidad del voto, es decir, el que los resultados electorales puedan variar notablemente de una elección a otra, aunque los parámetros sociales, económicos y culturales del electorado permanezcan estables, deriva de que ya no se vota a un partido o a un programa, sino a una persona.

Esa personalización del poder debe mucho a la primera sociedad mediática que tuvo en la radio su gran vector. Basta citar los nombres de Getulio Vargas y Juan Domingo Perón para que aparezca el binomio radio / populismo. Pero ha sido la segunda sociedad mediática, con la televisión como componente principal, la que con la simplificacion extrema del discurso, la condición efímera del mensaje y la redundancia de lo icónico ha instituido la hiperpersonalización de la política.

Hemos sustituido la discusión política por la ritualidad del telediario y hemos reducido la participación política: a la identificación con el líder de turno. Pero, además, la crisis de la democracia clásica, que es, fundamentalmente, resultado de la inadecuación de un modelo que nos viene de finales del XIX y principios del XX a la sociedad con la que estamos. entrando en el siglo XXI, pretende resolverse con la impugnación de, unos partidos y la descalificación de unos comportamientos parlamentarios que, evidentemente, no funcionan, y con su sustitución por un presidente en quien converjan todos los poderes y a quien la elección directa unja, de modo inapelable, con las virtudes de la democracia.

Esta curiosa forma gar el fuego echándole aceite encima, consecuencia de la fascinación mediática por el icono personalizado y de la fascinación comunitaria por el cobijo del Estado-nación, es lo que confiere su fuerza y peligrosidad al nacional-populismo.

Frente a los fervores nacional-presidencialistas, que amenazan con generalizar una forma de autocracia consentida, la alternativa democrática más esperanzadora es la democracia ciudadana. Que hay que poner en marcha.

José Vidal-Beneyto, es secretario general de la Agencia Europea de la Cultura

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