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Tribuna:LA VUELTA DE LA ESQUINA
Tribuna
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PERROS DE HOJALATA

Tener un perro resulta tarea complicada, especialmente en la ciudad. Como en todo trato o convenio, aunque no esté regulado ni escrito, las partes se obligan recíprocamente. Debo alimentar a mi perro, mantenerlo aseado, con decoro; proporcionarle cierto ejercicio cotidiano, el dogal antiparásitos, pagar sus impuestos generales, tasas municipales, vacunas, chapas de identificación, etcétera. A cambio, recibo. una companía incondicional, soporta mis humores, defiende el hogar a su estilo y es posible que se dejara matar por mí, que para eso soy su amo. Si un día le arreo una patada o le intimido con un periódico enrollado, me devuelve cariño y amnesia sin alterar la fidelidad de su comportamiento, tan alejado del que observamos entre nuestros semejantes.Hasta hace poco, el perro daba mucho más que recibía. Hoy, sin que nos quepan imputaciones directas a usted o a mí, el hombre burócrata ha levantado tal cantidad de dificultades y pejigueras ante esta simbiosis que el contribuyente se ve obligado a reflexionar acerca de la responsabilidad de hipotecas que comporta llevar a un ser vivo al extremo de una correa. Aún no es imperativo, pero pronto serán obligatorias la palita y la bolsa de plástico para recoger lo que suelen dejar por las aceras. Recuerden el asunto de los cinturones de seguridad en los automóviles, que tomábamos a chacota; así empiezan las coacciones y el condicionamiento de los gestos privados.

Advierto un declive en las relaciones con los animales de compañía, y lo atribuyo a esa intrusión administrativa y las desenfrenadas ansias recaudatorias de las autoridades. Desearía que esta situación beligerante fuese pasajera, en beneficio del efecto civilizador y pedagógico que nos viene del perro y para satisfacción de mi compañero Pedro Martínez Séiquer, que publica una revista indispensable para el conocimiento y buen uso de nuestros amigos: pensiones acreditadas, establecimientos hoteleros donde son admitidos y demás normas que conciernen a tan vieja entente.

Mi actual vida seminómada impide el disfrute de tan inteligente y valioso acólito. Comprobé la frialdad y crecientes reparos con que conocidos y familiares rechazaban hacerse cargo del entrañable y callejero Leopoldo. Ya está jubilado, con razonables garantías de seguir moviendo el corto rabo -el tiempo que le quede- en lugar abierto y montaraz.

Sin embargo, cuando me ausento, las raras gentes que llegan hasta mi puerta, al tocar el timbre, escuchan unos broncos, intermitentes y variados ladridos amenazadores. El oído fino de un logopeda especializado quizá pudiera discernir un vago acento germánico. He renunciado a instalaren lugar visible una placa con el perfil de un pastor alemán -las orejas enhiestas y la lengua colgando entre los colmillos- con la inscripción, que todo el mundo entendería, como reiterativa: "Varnung von dem hunde!". Dice lo mismo que leía en un letrero de cerámica durante mis paseos por la colina de La Bonanova, en Palma de Mallorca, adosado a la casa de un presumible latinista británico jubilado: "Cave canem!", cuidado con el perro.

Los gruñidos, jadeos y aullidos, por supuesto, ahuyentan a los visitantes, desde el cartero sustituto hasta los vendedores de enciclopedias o postulantes de remotas caridades religiosas. Confío en que también a una posible avanzada informativa de presuntos ladrones. Pasado un buen rato, imaginan que tras el quicio se agazapa una Fiera hambrienta y, posiblemente, sedienta.

No puedo tener secretos con los lectores. Se trata de un artilugio de fabricación tudesca, en efecto- alimentado por pilas que activan, ante el menor contacto, roce o chasquido, el torrente temible del jefe de una jauría. Su aspecto es el de un altavoz de los que se usan en las manifestaciones reivindicativas, de tamaño reducido. La perfección de este trasunto canino, proscrita al efecto sonoro, es asombrosa. Tanto que lo llevé, con cautela, a cierta urbanización lujosa del extrarradio, y los suplantados ladridos fueron contestados por todos los congéneres del contorno. No descarto que un experto detecte cierta perplejidad en esa respuesta en vivo, pero convocado el ladreo, ya se dirigían unos a otros. El cebo y detonante era, sin duda, mi perro mecánico y metálico.

No necesitó sacarle a pasear dos veces al día ni mezclar la enigmática comida enlatada con el arroz que previamente he de hervir; no discuto con el dueño o la dueña de otro ejemplar. Tampoco he de renovar licencias, recoger materia sobrante, buscar la correa -que casi nunca está en sitio convenido-, engancharla y soltarla de un collar, tarea menos simple de lo que se supone; tampoco intervenir coactivamente en su libertad sexual, o el albedrío de olisquear en los alcorques y levantar la gamba trasera junto a las ruedas de los coches, cualquiera que sea su cilindrada.

Al llegar a casa -si puse el dispositivo en marcha- y meter el llavín, me ladra furiosamente. Aprieto el interruptor y le callo al instante, dando paso a un inmediato silencio sobrecogedor. Ventajas tiene: incluso le he dado nombre, Anselmo, pero esa muerte súbita, automática, me renueva la nostalgia de otros perros, quizá tontos y desmañados, incluso capaces de confraternizar con personas hostiles, pero que sabían demostrar -o fingirla muy bien- alegría al ver a su dueño llegar a casa. Al mirar la inerte bocina, pintada al duco, llega el desánimo porque no tenga una cola que menear en mensaje de afecto.

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