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La segunda transición

Según como se mire, los últimos años de la democracia española han sido bastante buenos. Dado que nadie puede imponer completamente sus deseos en el Par lamento, los partidos han tenido que aprender a negociar y llegar a acuerdos; la justicia actúa independientemente, es decir, al margen de la agenda de los partidos; la mayor parte de los Gobiernos locales y autónomos está en manos distintas que el Gobierno central, lo cual aumenta la descentralización; hay competencia entre los medios de comunicación, de modo que todos se esfuerzan en informar de la cara oculta de la política; como resultado de todo ello, los gobernantes se sienten vigilados, son más cuidadosos con sus actos e intentan prevenir mejor sus consecuencias.Más de diez años de mayoría absoluta de un solo partido y de concentración del poder no sirvieron, para ese aprendizaje democrático, sino que alimentaron la arrogancia y los sentimientos de impunidad entre los gobernantes. Éstas fueron también favorecidas por algunas de las opciones institucionales que se tomaron durante la transición democrática de finales de los setenta. Por miedo a que los partidos políticos no llegaran a consolidarse, se decidió entonces que fueran generosamente financiados con fondos públicos y bancarios, pero esto alimentó la corrupción. Por miedo a una excesiva fragmentación partidista del Parlamento, se adoptó un sistema electoral propenso a crear mayorías parlamentarias de un solo partido, pero esto generó bipolarización. Por miedo al derrocamiento frecuente de los Gobiernos, se introdujeron normas parlamentarias restrictivas y la moción de censura constructiva, pero éstas casi paralizaron el Parlamento.

Sólo con las elecciones de 1993 se inició un nuevo periodo en la política española, más abierto y creativo, que algunos Ya, han llamado segunda transición. Pero es llamativo el contraste entre la ansiedad y la incertidumbre sobre el futuro que ha acometido desde entonces a una, gran parte de la clase política española y la tranquilidad de fondo con que los cambios políticos se producen en otras democracias, incluso en una tan joven como la nuestra, pero, al parecer, más experimentada y madura, como la de Portugal. En un congreso recientemente celebrado en la Universidad de Harvard para evaluar los primeros 20 años de las democracias española y portuguesa, ésta fue, la sorpresa principal. Por un lado, España llevó a cabo una transición pacífica y pactada que ha sido puesta como ejemplo para muchos otros países y, con posterioridad, conoció un largo periodo de estabilidad. Portugal, en cambio, se liberó de la dictadura a través de un golpe militar y estuvo a punto de convertirse en una Cuba. europea. Pero da la impresión de que el agitado periodo portugués de finales de los setenta fue un verdadero escarmiento que ha dado después mucha solidez a sus instituciones democráticas y a las estrategias políticas.

Ni una sola vez han coincidido en Portugal la mayoría parlamentaria de Gobierno y la mayoría que ha dado apoyo al presidente electo. Pero, en los últimos 15 años, las dos instituciones han aprendido a desempeñar cada una su papel. Tanto el Partido Socialista como el Partido Socialdemócrata (liberal) han competido por el llamado electorado central, lo cual ha evitado que el pluralismo institucional y la división de poderes degeneren en conflicto y los ha convertido, por el contrario, en base de una construcción permanente de consenso. Como resultado de todo ello, no sólo nadie prevé cambios políticos traumáticos en el futuro inmediato portugués, sino que incluso las perspectivas económicas del país vecino son hoy más ciertas y prometedoras que las de nuestro país.

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Cabe, pues, desear que por muchos años puedan durar en España la política de coaliciones y la división del poder. Si, por el contrario, la innovadora situación actual diera paso a una nueva mayoría absoluta de un solo partido, el engrase de las instituciones y los aprendizajes democráticos pendientes podrían quedar aplazados de nuevo. Concretamente, un bandazo desde la mayoría absoluta del PSOE a una mayoría absoluta del PP, con sólo el breve interregno que hasta hora hemos vivido, potenciaría los rasgos mayoritaristas del régimen actual y la nefasta política de confrontación. Frente al modelo pluralista o de consenso, el modelo democrático mayoritario (también llamado de Westminster) se caracteriza por una elevada concentración de poder en el Gobierno y la cúpula del partido que lo sostiene y periódicos giros a izquierda y derecha. Los bruscos cambios de rumbo no contribuyen precisamente a distribuir equitativamente la satisfacción política entre los diversos grupos sociales ni favorecen, en general, un crecimiento económico estable. Pero el peligro real de este baile en nuestro contexto es que verosímilmente nos acercaría no a la tradicional experiencia británica, en la que se inspira originariamente el modelo, sino más bien a la desastrosa copia griega -la otra democracia veinteañera del sur de Europa-, en la que los sucesivos cambios de partido en el Gobierno han conllevado una manipulación partidista de las instituciones y una alta inestabilidad económica y social.

Si hay algo en el proceso actualmente en curso en la política española que merezca ser llamado segunda transición no es precisamente la interpretación de que un cambio del partido en el Gobierno haya de comportar una drástica vuelta de la tortilla. Lo bueno de la primera transición, que fue después lamentablemente olvidado y ahora recobra actualidad, es más bien el reconocimiento del pluralismo como base para la negociación y el acuerdo, lo cual supera el conflicto y crea consenso político y social. El pluralista Portugal y la bipolarizada Grecia son dos referencias modestas, pero próximas y claramente diferenciadas, entre las que la democracia española tendría hoy qué escoger.

Josep M. Colomer es catedrático de Ciencia Política en el CSIC.

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