La paz perpetua
En la primera frase del famoso folleto que, bajo el título de La paz perpetua, vio la luz en 1795, alude Kant con ironía al rótulo de una posada holandesa así bautizada en la que había dibujado un cementerio. Con ese rasgo de humor más bien negro, el autor, que no se hace muchas ilusiones sobre la condición humana, parecía tomar cierta distancia de sus propias reflexiones acerca de un asunto demasiado serio: se trataba nada menos que de una propuesta para que la humanidad pudiera aproximarse paulatinamente al objetivo siempre anhelado de una paz definitiva y universal.La paz perpetua, que guarda estrecha relación con otros textos menores como el ensayo de 1784 sobre la historia universal, mantiene un tono realista. Como ha señalado A. Tosel, el pacifismo kantiano no es religioso ni moral, sino jurídico e institucional: si la paz ha de llegar algún día no será gracias a la reforma de los corazones, ni a una providencial intervención divina, sino por medio del derecho y los organismos internacionales creados al efecto. Sin olvidar, añadiríamos nosotros, la fundamental dimensión pedagógica: sobre los pasos de Basedow, Kant entiende, al contrario que Fichte, que "Ios planes educativos deben trazarse desde un punto de vista cosmopolita". La convicción de que es preciso que todos aprendan a ser ciudadanos del mundo era compartida en ese crucial y turbulento cambio de época por muchos intelectuales europeos: Jovellanos, en su Memoria sobre la educación pública, recomienda a los españoles que "no se olviden de que son hombres" y se preparen para avanzar por medio de la instrucción hacia una "confederación general" de todas las naciones de la tierra.
La apuesta kantiana por la paz pudiera sintetizarse en tres puntos que 200 años después de su publicación, en este cincuentenario de una ONU sometida a imprescindible revisión, tal vez no sea ocioso recordar. Primero: el statu quo internacional es ordinariamente de guerra perpetua entre los Estados (hobbesiana situación de fondo que sólo se interrumpe, esporádica y transitoriamente, en virtud de armisticios sucesivamente violados). De ahí la urgencia por salir de ese estado de naturaleza a fin de instaurar un estado civil. Y en este punto, el autor, cuya filosofia política subraya el carácter inseparable de la libertad y la coerción estatal, advierte que esa instauración implica necesariamente alguna clase de autoridad que disponga del uso de la violencia legítima en la esfera internacional. La necesidad ineludible de plantear soluciones macropolíticas al desorden interestatal se impondrá como una evidencia a través de penosas experiencias bélicas; la humanidad sólo aprenderá la lección tras haber vertido mucha sangre: tal es el sentido de la insociable sociabilidad del género humano.
Segundo. Partiendo de un primer núcleo de naciones coligadas, irían agregándose más y más países en un proceso federativo que eventualmente debiera abocar a una unión universal. Una vez constituido ese cuerpo político multinacional (civitas gentium), cualquier conflicto bélico sería, literalmente, una guerra civil que, como tal, toda la humanidad-Estado estaría directamente interesada en impedir y, llegado el caso, sofocar. Por lo demás, el mismo Kant -que atribuye a la naturaleza el telos de esa ciudadanía, mundial- pone en relación el derecho cosmopolítico con un incontestable dato físico-geógráfico: el globo es un espacio cerrado. La limitada superficie esférica de la morada humana constriñe a sus pobladores a interactuar constantemente entre ellos; ese creciente e incesante commercium llevaría a largo plazo a los seres humanos a establecer conjuntamente las bases de su seguridad colectiva.
Tercero. La paz sólo será posible si todos los países se van dotando de constituciones republicanas (es decir, si el Estado de derecho demoliberal y representativo se generaliza como la única forma de gobierno legítima). Entre otras razones porque solamente esos sistemas, al poner en manos de los propios ciudadanos que sufren las consecuencias de la guerra. la capacidad para decidirla, oponen dificultades estructurales a la belicosidad desbordada.
Tuvo que pasar un siglo y medio para que, bajo la conmoción provocada por la guerra más mortífera jamás conocida, algunas de estas recetas comenzaran a aplicarse: en 1945, los representantes de medio centenar de países, "resueltos a preservar a las generaciones Futuras del azote de la guerra", suscribían la Carta de San Francisco. Sin embargo, a la vista está que la mediocre actuación de la ONU ha defraudado muchas expectativas. En estos días, cuando tanto se discute sobre eventuales reformas en su estructura y funcionamiento, puede ser provechoso volver a las fuentes teóricas que la inspiraron.
Confrontando el proyecto kantiano con la práctica de la organización internacional, parece evidente que las insuficiencias de esta última no tienen que ver con sus grandes principios fundacionales, sino que estriban en la falta de fuerza para imponer sus resoluciones, así como en la preeminencia -por desgracia demasiado frecuente- de los intereses particulares de ciertos Estados sobre la lógica del conjunto mundial (hecho que a su vez debe conectarse con la debilidad de una opinión pública verdaderamente global, transnacional). Las virtudes pacificadoras de la democracia, tanto en el interior como en el exterior, resultan hoy bien patentes. Cabría, no obstante, notar aquí una paradoja: los regímenes democráticos suponen en efecto, como vio Kant, un obstáculo respecto de los autocráticos para, la entrada en guerra, pero esto también sucede cuando se trata de guerras justas: ¿Cómo proteger a las víctimas de los agresores si todavía no disponemos de un ejército mundial y los ciudadanos de países terceros no se sienten concernidos por lo que sucede lejos de sus territorios? ¿Cómo persuadirles de que en determinadas circunstancias puede ser necesario arriesgar las valiosas vidas de sus compatriotas en aras de la salvación de otros congéneres que son percibidos radicalmente como extranjeros? Es justamente aquí donde de nuevo convendría prestar oídos al buen sentido de los ilustrados: el universalismo también se aprende, y una educación cosmopolita constituye un medio excelente para que esa "comunidad imaginada" llamada género humano (comunidad, dicho sea de paso, decididamente más estimable y menos imaginaria que la etnia o la nación) vaya siendo admitida crecientemente por todos como nuestra esencial y suprema identidad colectiva. En este sentido parece claro que al menos habría que contrarrestar aquellas políticas que, moviéndose en una dirección diametralmente opuesta a la que preconizaron los mejores intelectuales del XVIII, en lugar de desarmar las conciencias destacando lo mucho que todos tenemos en común, incurren en un miope etnocentrismo que tiende a fortalecer el prejuicio, la exclusión, el irredentismo y la heterofobia (cuando no a alentar el crimen político: pensamos en esa producción sistemática de odio a que se refería Enzensberger analizando el papel de un sector de los intelectuales nacionalistas en el caso yugoslavo). Valdría la pena pararse a reflexionar un momento sobre las semillas de la barbarie y el fanatismo en nuestro entorno más inmediato: desde el País Vasco, donde escribo, es evidente que determinadas orientaciones pedagógicas y actitudes intelectuales, cobijadas a veces bajo el respetable dosel de instituciones educativas oficiales o amparadas por los pronunciamientos melifluos de ciertos jerarcas eclesiásticos, so capa de profundizar en los "valores culturales propios", están incubando día a día el huevo de la serpiente.
El filósofo de Königsberg dejó escritas también algunas observaciones a propósito de una cuestión delicada: la contraposición entre el principio de no injerencia y el derecho a la intervención, bajo circunstancias de excepcional gravedad, en los asuntos "interiores" de los Estados. Actualmente son muchos los que piensan que atenuar el monopolio de poder de que venían gozando los Estados nacionales es una disposición necesaria para la defensa eficaz de los derechos humanos por encima de las fronteras. Necesaria, pero no suficiente. De poco serviría ir desactivando el potencial agresivo de las soberanías blindadas si al mismo tiempo se están erigiendo nuevas fronteras espirituales entre los conciudadanos de un mismo Estado.
La paz perpetua, esa inalcanzable meta que ha alimentado tantas especulaciones filosóficas, jurídicas y diplomáticas, hoy como ayer parece relegada ad calendas graecas. Claro que si, como sugería el lúgubre letrero de la hostería holandesa, diéramos a esa expresión un significado de ultratumba, la bien acreditada virtualidad de los nacionalismos para hacer rebosar los cementerios nos brindaría el atajo más rápido hacia ese definitivo y general reposo. La extensión de la democracia liberal, el fomento de una educación integradora, tolerante y abierta y, en fin, el fortalecimiento de instituciones supranacionales eficientes ofrecen un camino alternativo, ciertamente menos excitante y expeditivo, hacia un mundo un poco más seguro. Un camino, sin duda largo, tortuoso e incierto.
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