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Tribuna:PIEDRA DE TOQUE
Tribuna
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La identidad francesa

Mario Vargas Llosa

La Nouvelle Revue Française ha hecho circular entre escritores de diversas lenguas una pequeña encuesta: "¿Cree usted que, aparte de la trilogía Grandes Vinos-Alta Costura-Perfumes, existen aún signos perceptibles de la identidad Francesa? ¿Comparte usted la idea según la cual con el Nouveau Roman se inició la decadencia de la literatura francesa en el extranjero? ¿Qué espera de Francia, en todos los campos?". No resisto a la tentación de responder públicamente.Toda preocupación por la 'identidad' de un grupo humano me pone los pelos de punta pues he llegado al convencimiento de que tras ella se embosca siempre una conjura contra la libertad individual. No niego, claro está, algo tan obvio como que un conjunto (le personas que hablan la misma lengua, o han nacido y viven en un mismo territorio y enfrentan los mismos problemas y practican la misma religión y/o costumbres, tienen características comunes, pero sí que este denominador colectivo pueda definir a cada una de ellas cabalmente, aboliendo, o relegando a un segundo término desdeñable, lo que hay en cada miembro del grupo de específico, la suma de atributos o rasgos propios que lo diferencia de los demás.

El concepto de identidad, cuando no se emplea a una escala exclusivamente individual y aspira a representar a un conglomerado, es reductor y deshumanizador, un pase mágico ideológico de signo colectivista que abstrae todo lo que hay de original y creativo en el ser humano, aquello que no le ha sido impuesto por la herencia ni por el medio geográfico ni la presión social, sino que ha resultado de su capacidad de resistir esas influencias y contrarrestarlas con actos libres, de invención personal.

Es posible, tal vez, que, en recónditos rincones de la Amazonia, de Borneo o de África, sobrevivan culturas tan aisladas y primitivas, tan estabilizadas en el tiempo prehistórico de la repetición ritual de todos los actos del vivir, que en ellas el individuo no haya aún propiamente nacido y la existencia del todo social sea tan ensimismada, compacta e idéntica para hacer posible la supervivencia de la tribu contra la fiera, el trueno y las magias innumerables del mundo que lo compartido sea en ellas lo único que realmente cuente, los rasgos que prevalecen de manera aplastante sobre los mínimos diferenciales de cada integrante de la tribu. En esa pequeña humanidad de seres clónicos la noción de identidad colectiva -peligrosa ficción que es el cimiento del nacionalismo- tendría, tal vez, razón de ser.

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Pero aún esta hipótesis me parece dudosa. Los testimonios de los etnólogos y antropólogos que han estudiado las comunidades más aisladas y arcaicas suelen ser contundentes: por importantes y necesarias para la defensa del grupo que sean las costumbres y creencias practicadas en común, el margen de iniciativa y creación entre sus miembros para emanciparse del conjunto es grande y las diferencias individuales prevalecen sobre las colectivas al examinar a cada uno de ellos en sus propios términos y no como meros epifenómenos de la colectividad.

Cuando se habla de 'identidad francesa' es evidente que no se alude a una arcaica y confinada comunidad, a la que la falta de intercambios y mezclas con el resto del mundo y la práctica de ciertos usos elementales de supervivencia mantendrían dentro del reino mágico tribal -único dominio en que lo social' es realidad histórica y no trampa ideológica- sino a una sociedad altamente civilizada y moderna a la que una lengua, una tradición, unas instituciones, ideas, ritos, creencias y prácticas habrían impreso una personalidad colectiva, una sensibilidad e idiosincrasia de la que cada francesa y francés serían portadores únicos e intransferibles, una suerte de sustancia metafísica que a todos ellos hermanaría de modo exclusivo y excluyente y que sutilmente transpiraría en sus actos y sueños, grandes empresas o mínimas travesuras, las que por provenir de ellas y ellos vendrían etiquetadas con el sello indeleble de lo francés.

Husmeo a mi alrededor y comparo uno con otro a las francesas y franceses que conozco, admiro, quiero o detesto; consulto mi memoria de météque precoz y mis casi siete años de existencia parisina, mis inconmensurables lecturas francesas y mi curiosidad de voradora por todo lo bueno y lo malo que sucede en Francia, y juro que no veo ni rastro de esa identidad que transubstanciaría en un solo ser, en una in disoluble unidad ontológica, a Flaubert con la Doncella de Orléans, a Chrétien de Troyes con Louls-Ferdinand Céline, al cocinero Paul Bocousse con el padre Foticault, a Paul Claudel con Jean Genet, a Pascal con el Marqués de Sade, a los ensayos liberales de Jean-François Ravel con la demagogia racista de Le Pen y a los clochards vinosos de la Plaza Maubert-Mutualité con la espiritual condesita nonagenaria del XVIéme que preguntó a Jorge Edwards: "Chillen? Et c'est grave ça?".

Todos ellos hablan francés (aunque un francés bastante distinto), por supuesto, pero, aparte de ese obvio parentesco lingüístico, podría elaborarse un larguísimo catálogo de diferencias y contradicciones entre unos y otros que haría patente la artificialidad de todo esfuerzo reduccionista para confundirlos y disolver sus bien definidas e irreductibles personalidades individuales en una sola entidad gregaria que los representaría y de la que serían a la vez excrecencias y voceros. Porque, además, es evidente que no sería difícil encontrar a cada uno de ellos un linaje o dinastía de seres afines saltando las fronteras de lo francés, en las más diversas y alejadas comarcas del mundo, hasta descubrir que, cada uno de ellos, sin dejar de ser francés o francesa -y precisamente porque la cultura dentro de la que nacieron estimuló en ellos esa capacidad de emancipación individual del rebaño gregario- fue capaz de fabricar su propia identidad a lo largo de toda una vida -de grandezas o de infamias, de esfuerzo o suerte, de intuición o conocimiento, y de apetitos y propensiones recónditas- es decir la de ser muchas otras cosas a la vez que aquello que fueron por la más precaria y miserable de las circunstancias: el lugar de su nacimiento.

Por comodidad de expresión, podemos decir que Francia ha contribuido probablemente más que ninguna otra cultura europea a emancipar al individuo de la servidumbre gregaria, a romper las cadenas que atan al primitivo al conjunto social, e! decir, a desarrollar esa libertad, gracias a la cual el ser humano de ó de ser una pieza en un mecanismo social y se fue convirtiendo en un ser dotado de soberanía, capaz de tomar decisiones e irse constituyendo como ser libre y autónomo, creador de sí mismo, más diverso y más rico que lo que todas las coordenadas sociales o cepos colectivistas -religión, nación, cultura, profesión, ideología, etcétera- pueden decir sobre su 'identidad'. Eso lo mostró luminosamente, Sartre, tratando de averiguar, en El idiota de la familia, su oceánica investigación sobre Flaubert, "¿qué se puede saber, hoy, de un hombre?". Al final del tercer volumen, la inconclusa encuesta dejaba sólo en claro que aquel escribidor normando, de vida en apariencia tan rutinaria y estática, era un pozo sin fondo, un abismo vertiginoso de complejas genealogías culturales, psicológicas, sociales, familiares, una madeja de elecciones personales que escapaba a toda clasificación genérica. Si ese proceso de diferenciación individualista era ya una condición humana tan avanzada en tiempos de Flaubert, desde entonces hasta ahora esa realidad electiva que configura al individuo ha aumentado probablemente mucho más que en toda la historia humana anterior, al extremo de que, aunque, para poder entendernos -y, sobre todo, por pereza mental y cobardía ideológica- todavía sigamos hablando de lo francés -o lo español, lo inglés y lo alemán- lo cierto es que esas abstracciones son unas referencias cada vez más ineptas y confusionistas para aclarar nada sobre los individuos concretos, salvo en el ámbito burocrático y administrativo, es decir aquel que desindividualiza y deshumaniza al ser humano volviéndolo especie y borrando en él todo lo que tiene de específico y particular. Decir que Francia ha contribuido probablemente más que ninguna otra cultura a crear al individuo soberano y a mostrar la falacia colectivista que encierran expresiones como 'identidad cultural' y que por ello muchos amamos y admiramos la cultura francesa, es cierto, pero sólo a condición de decir al mismo tiempo que Francia no es sólo esa formidable tradición libertaria, universalista y democrática, donde se codean la Declara cié,n de los Derechos Humanos, Montesquieu y Tocqueville, los utopistas decimonónicos, los poetas malditos, con el surrealismo y Raymond Aron, sino, también, otras, oscurantistas, fanáticas, nacionalistas y racistas de las que pueden reclamarse también muchos afrancesados del mundo ente ro, exhibiendo, además, una panoplia de escritores y pensa dores destacados como sus adalides, de Gobineau a Céline, de Gustave Le Bon a Charles Maurras, de Robespierre a Drieu La Rochelle, y de Joseph de Maistre, que escribía en francés aunque no hubiera nacido en Francia) a Robert Brasillach. Como toda gran cultura, la francesa no tiene identidad, o, mejor dicho, tiene muchas y contradictorias: ella es un surtido y variopinto mercado donde hay legumbres y hortalizas para todos los gustos: el revolucionario, el reaccionario, el agnóstico, el católico, el liberal, el conservador, el anarquista y el fascista.

La angustia por una supuesta decadencia de la literatura francesa me parece alarmante, no porque apunte a un problema, real como porque detecto en ella síntomas de nacionalismo, en una de, sus peores vertientes que es la cultural. Es verdad que en los últimos veinte o treinta años no parecen haberse escrito en Francia novelas o poemas comparables a los de sus más grandes creadores, pero, en cambio, en el campo de las ciencias humanas, el del ensayo histórico, filosófico, antropológico o político han aparecido en ese país libros importantes, que se han leído y discutido en medio mundo, como los últimos de François Furet, de Revel, de Besançon, de Levy Strauss y de un buen número más. ¿Y, no basta acaso para alimentar el orgullo cultural nacional francés que la terrible trinidad -Lacan, Foticault y Derrida- siga tronando olímpicamente, indisputada, en casi todas las Facultades de Letras de Estados Unidos y de buena parte de Europa y del Tercer Mundo?

En verdad, lo que justificaría la alarma no es el estado de la situación de las letras y el pensamiento en Francia -que gozan de buena salud- sino la política cultural de ese país que, de un tiempo a esta parte, da señales manifiestas de provincianismo, para no decir de bétise. Aunque sin duda hay también una tradición nativa de la que podrían reclamarse esos gestos y campañas de los gobiernos franceses de los últimos tiempos -los de izquierda y los de derecha, no lo olvidemos- en favor de la 'excepción cultural' para proteger al cine y a la televisión de Francia de la contaminación jurásica o la guerra, a base de cañonazos administrativos contra los anglicismos que podrían deteriorar la bella lengua de Racine, a muchos nos han producido una lastimosa impresión, pues recuerdan, no a Moliére ni a Descartes ni a Baudelaire, sino la idea de la cultura que tenía Monsieur Homais y las payasadas del Gran Guiñol. Pero ni siquiera eso debe inquietamos demasiado, pues es evidente que lo que hay de verdaderamente universal y duradero en la lengua y las letras de Francia sobrevivirá a los intentos de *esos funcionarios que creen que las culturas se defienden con censuras, cuotas obligatorias, aduanas y prohibiciones y los idiomas confinándolos dentro de campos de concentración guardados por flics y mouchards disfrazados de lexicólogos.

Copyright: Mario Vargas Llosa 1995. Copyright: Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PAÍS, SA, 1995.

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