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Triunfadores

La estampa era el triunfo personificado. Ahí estaban, ufanos, sonrientes, ganadores. Ramón Mendoza, Álvarez del Manzano y José María Aznar. Un excelso control aéreo de Zamorano, seguido de un zapatazo histórico, había provocado la euforia madridista y madrileña. Y quiénes mejor para escenificarlo que un arrogante presidente que no cabía en su propia camisa, un discreto alcalde desprovisto definitivamente de los rumores que le apuntaban como gafe blanco (desde que llegó a la alcaldía empezó la travesía del desierto del Real Madrid) y un ufano jefe de la: oposición con aires y ademanes de presidente del Gobierno. Mientras la imagen de Zamorano camiseta en mano mostraba la cara deportiva del éxtasis, la visión del triunvirato político puesto en pie (un presidente de un club como el Real Madrid no deja de tener un fuerte acento político) parecía sacada de una película de romanos. La masa rugía enfervorizada, y el césar y sus allegados disfrutaban con la algarabía de la muchedumbre. Sólo les faltó colocar sus pulgares hacia arriba.Ganó Mendoza, ganó el alcalde y también ganó Aznar, pues le favorece cualquier asociación con el éxito, por vaga que sea. Y además, personalismos y oportunismos aparte, ganó el Madrid y ganó Madrid. A pesar de los esfuerzos de nuestro alcalde en vender el desafortunado e irreal eslogan "Madrid, cada día mejor", desde hace unos años se respira en la capital un cierto ambiente de pesimismo moral ciudadano. Por mucha capital cultural y demás vainas, existe la consciencia generalizada (sin reflejos en las urnas) de que mientras muchas grandes ciudades van para delante, se modernizan y mejoran en sus problemas básicos (tráfico, limpieza, seguridad, vivienda, etcétera) en el foro se agudizan. Barcelona tuvo sus Juegos Olímpicos y los aprovechó para dejar la ciudad en un estado magnífico. Sevilla sacó oro con su Expo en forma de carreteras, instalaciones y transportes de todo tipo. Con tanto lustre alrededor, Madrid se quedó sin nada.

No nos consolaba ni siquiera el fútbol, habitual escape para tiempos difíciles. Mientras los coches iban comiendo poco a poco el espacio vital, la Castellana se convertía en el centro mundial de la manifestación, el nivel de ruidos y contaminación aumentaba alarmantemente y Matanzo se convertía en un John Wayne urbano, Barcelona y el Barca hurgaban en la herida y daban por donde más dolía. Madrid puede sobrevivir sin Juegos Olímpicos ni Expos, pero cuatro años sin Liga de fútbol son muchos años. No es de extrañar, por tanto, el espectáculo de la Cibeles. La gente se echó a la calle no sólo a celebrar un título futbolístico, sino a reclamar un liderazgo perdido. Eran 40.000, pero representaban al Madrid actual. Un Madrid multiforme y enloquecido. Incontrolado e incontrolable. Reivindicativo en su frustración. Había de todo, incluidos los habituales que aprovechan cualquier ocasión para sacar a pasear sus oxidadas banderas españolas cargadas con el aguilucho, que revolvían las tripas. Pero eran los menos, aunque haya cada vez más.Era la fiesta del Madrid y, por extensión, de Madrid. Por una noche, por unos momentos, Madrid volvía a ser la capital, el centro. Una vez recuperado el mando en el fútbol, hay permiso para soñar, aunque sólo sea por unos días, en que también se logrará el liderato cultural, el primer puesto en tolerancia ciudadana, el maillot amarillo en la solidaridad desgraciadamente cada día más perdida. Sería feliz por unos minutos, si a cualquiera de las dos sonrisas de oreja a oreja que pudimos ver el sábado acompañando a la sonrisa de oreja a oreja de Mendoza se les hubiese pasado por ' la cabeza, aunque sólo fuese fugazmente, algo parecido a esta reflexión. Aunque me temo que las cabezas de los tres estaban ocupadas en parte por Núñez, Maragall y Pujol.

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