La felicidad
La realidad es un accidente brutal que produce numerosos heridos de desconsideración, y por eso yo estoy contenta. Vamos, no por eso, sino porque, debido a circunstancias ajenas a mi voluntad y relacionadas con las condiciones de mi esqueleto, me encuentro sometida a una embriagadora cura de irrealidad. Si ahora mismo me detuvieran por conducir locamente el televisor, con el mando a distancia, desde mi cama, apreciarían en mí los agentes del orden un alto índice de delirio, un nivel de fantasiholemia que sin duda me condenaría a un mínimo de 5 años de conducción de la tele a mano y retirada del carné de contemplar. Con mucho menor delirio que el mío actual, por ejemplo, forjaron Quintero, León y Quiroga su obra, poblaron los colonos California y se redactaron los estatutos de la Asociación para la Castidad.Como cualquier adicto a la pequeña pantalla sabe, la observación del asunto en su globalidad, 24 horas diarias de dale que te pego a todos los canales te ayuda a descubrir el sentido de la vida. Nada importan los informativos, carecen de intención los debates, la heroína que proporcionan los seriales es una metadona de tercera, y hasta resulta secundario que los chistes del comicastro de turno sean versiones de otros que ya te contaron.
El único mensaje coherente está en la publicidad, elaborada con tal sabiduría que puedo aceptar, en el mismo bloque, que un joven adquiera un coche de determinada, marca porque está acostumbrado a decidir -pelo largo o corto, trabajar o hacer un master-, y que otro se haga con el de la marca rival porque nunca -ni amigos, ni novia ha decidido.
De modo que estoy contenta, porque a través de la inmovilidad me estoy adaptando al sistema, y por primera vez soy feliz. Sólo me falta quedarme aquí para siempre.
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