DOMINGO GARCÍA-SABELL La persona, negocio grave
Afirmaba Alexis de Tocqueville que la vida no constituye un placer ni un dolor, sino "une affaire grave dont nous sommes chargés, etcétera". Pero la vida humana es, en gran medida, aquello que su propietario quiera hacer de ella. Para tal objetivo dispone, por descontado, de su cuerpo, de su alma y, en definitiva, de su persona. Hasta aquí los datos, esto es, el punto de partida.Ahora bien, tanto el cuerpo como el alma y, en última instancia, la persona no son realidades unívocas, evidentes, claras y concretas. Esta trilogía plantea, inevitablemente, muchos y muy complejos problemas. Quizá -o sin quizá- el máximo sea la articulación objetiva y funcional de sus efectividades. ¿Somos acaso sólo cuerpo, esto es, organismo material? ¿Anda nuestro psiquisino engarzado -pero únicamente engarzado- al soma? ¿Y la persona? ¿Cómo se entiende, cuáles son sus determinantes esenciales? ¿Hasta dónde puede seguirse su huella en el laberinto inextricable de lo orgánico y lo espiritual? Si la vida es un negocio grave según lo advirtió el gran historiador francés, mucho más grave lo es, sin duda, la extraña estructura, es decir, el factor humano que la pone en marcha y le concede sentido. Y resulta curioso que hoy, cuando la vida de la criatura humana está en baja como valor depreciado, en cambio se hurgue con ahínco y con riguroso fervor intelectual en el máximo portador de esa misma vida. Pero, en fin, así están las cosas, y en estos momentos no es la razón pertinente para entrar en tan dramática contradicción.
Lo que en realidad me mueve a escribir estas líneas es la lectura del reciente y último libro de Pedro Laín Entralgo, Alma, cuerpo, persona, sacado a la luz por Círculo de Lectores. El armazón teórico está levantado, en parte básica, por las ideas de Zubiri. Así, la "realidad humana" que en su sustantividad viene a ser un conjunto de notas cerrado en sí mismo, con desarrollo cíclico que se nos aparece en la objetividad sensible y a la captación inteligible de una forma específica y, claro está, individual. Es, por tanto, y en definitiva, un "ir-hacia", un dinamismo. Previamente, Laín ha llevado a cabo el análisis conceptual correspondiente, esto es, el de los sistemas de ese dinamismo para los cuales el autor examina la efectividad hermenéutica de la descripción, de la explicación y de la comprensión de la conducta humana.
Pero lo material, es decir, el cuerpo, posee una estructura que funciona como un todo. Cada nota de esa estructura viene caracterizada por ser "nota-de" el conjunto y "nota-de" las restantes. Ahora bien, el entender la noción de estructura como un todo provisto de distintos niveles nos conduce a reconocer que esa totalidad, ese todo, esa realidad, esa objetividad, "es constitutivamente enigmática, enigma". Frente al "principio de cognoscibilidad" que, en sustancia, consistiría en poder conocer racionalmente lo real de ese todo, salta al tiempo ante nuestra mirada mental algo que no es racionalmente cognoscible. Es el lainiano "principio de enigmaticidad". Algo que en su entraña resulta inaccesible. La verdad "razonable" no alcanza ni traspasa ciertas inefables fronteras. Vamos aproximándonos a ellas, pero de ahí no pasamos. Laín lo caracteriza como acercamiento asintótico a lo real último. Lo asintótico no concluye jamás. Es, en esencia, la aprensión, la sospecha intelectiva en estado químicamente puro. La conclusión a que llega nuestro pensador se convierte así, con obligada necesidad interna, esto es, en lo que fluye de los presupuestos especulativos en que se apoya. Es como el andamio que permite dar forma al edificio. Y entonces ha de admitirse que "la materia siente, intelige y quiere por sí misma, sin necesidad de un principio real superior a ella". Mas prestemos atención, porque a partir de ahí ya nos encontramos en un plano mental distinto, ya pisamos nuevo territorio, a saber, el del monismo dinamicista lainiano. He aquí, pues, la aportación original. Sin duda matizable, incluso discutible, pero, hoy por hoy, situada en la primera línea de la teorización en torno a la incógnita personal de la criatura humana. Así pues, ni dualismo antropológico, tanto en su versión hilemorfista como Cartesiana, ni monismo materialista.
Lo que propone Laín es otra cosa. Perforación mental que respeta decididamente el rostro misterioso de la estructura humana y que, a la vez, aspira a entroncar, con toda radicalidad, con un movimiento de cariz discursivo e histórico "muy importante para el cristianismo". El cristianismo de los primeros tiempos y el medieval, el que poseía como meta "adquirir vigencia social, asumiendo lealmente todo lo válido de la cultura secular", es el que Pedro Laín busca como salida y como pertinente justificación a sus audacias especulativas. Por eso el libro concluye con esta inquietante y, al tiempo, prometedora inquisición: ¿Logrará el cristianismo asumir, puesto que es asumible, lo mejor del pensamiento y de la ciencia de nuestro siglo?".
En las páginas, tan ceñidas y tan abastecidas de toda clase de saberes (como siempre ocurre en lo que Laín escribe), palpita, al lado de la inquietud cognoscitiva, una autoexigencia altamente valorable: la huida de las dificultades por el escotillón de la facilidad especulativa. La obra ahora comentada es de las que, como Francis Bacon aconsejaba, hay que masticar y digerir a conciencia, esto es, leer con sosiego y con acendrada parsimonia.
Una de las trampas intelectuales ahora en gran boga viene dada por el reduccionismo: tal cosa, en el fondo, no es más que esta otra más sencilla. La religión, para poner un modelo, no sería otra cosa que una conducta neurótica de estirpe obsesiva, etcétera. Pero el reduccionismo oculta en su seno dos inconvenientes. Uno, el de aplastar la realidad. Quiero decir, el volverla plana, sin anfractuosidades, sin cordilleras ni aterradores abismos que es menester explorar. Otra, el usar tal expediente simplificador para apuntalar cualquier ideología. En rigor, en absoluto rigor, toda ideología llevada al extremo conduce inexorablemente al prejuicio. O, lo que aún es peor, a la deformación caricaturesca de la realidad. El margen de discusión y de duda que todo reduccionismo conlleva en su seno es un margen estrecho, mezquino y, a fin de cuentas, infecundo, esterilizador.
En La ideología alemana, de Marx y Engels, cuya lectura es muy recomendable y en la que hay atisbos notables sobre las relaciones del hombre con la naturaleza y sobre las diferencias entre el animal y la criatura humana, se sostiene que el desarrollo y perfeccionamiento de la conciencia tribal va paralela, a posteriori, al aumento de la producción, al acrecentamiento de las diversas necesidades y a la multiplicación de la población. Nace de ese modo, y se desarrolla, la división del trabajo. Esto puede ser más o menos aceptable, pero lo que nos sumerge en un angosto perímetro antropológico es que los autores sostenían que la división del trabajo "originariamente no pasaba de la división del trabajo en el acto sexual". (Cito por la edición ortodoxa y reciente de las obras de Marx y Engels Damit entwickelt sich die Teilung der Arbeit, die ursprünglich nichts war als die Teilung der A rbeit im Geschlechstakt). Lo que sigue es ya una serie de afirmaciones decididamente realistas. Pero el acto erótico como "división del trabajo" entre la pareja gozadora constriñe y elimina su auténtica y compleja realidad, siquiera se conceda a aquella doctrina una dimensión subsidiaria del
La persona, negocio grave
materialismo histórico, en La ideología alemana claramente explicitado.En el libro de Laín, por el contrario, todo resulta atendido; no se excluye ningún matiz objetivo, y ello permite al autor caminar por sendas difíciles, pero verdaderas. En definitiva, el autor, también como era de esperar, no deja rincón problemático sin que a él acceda el cuchillo de la mirada intelectiva y, en el fondo, el respeto a lo que la vida ofrece. Y aquí vienen a cuento las palabras, las iluminadoras palabras de Zubiri que Laín cita: "Ahora no podemos decir... que la materia intelige, sino que la materia hace inteligir materialmente. La materia da de sí la intelección, pero no por sí misma, sino por elevación. (Y ya sabemos -añado yo- lo que entendía nuestro filósofo por dar de sí). La materia elevada -esto es, el hombre- intelige".
He aquí, formulado en escuetas palabras cargadas de sentido, el radical cogollo que hizo nacer los ulteriores pensamientos de Laín. Ideas desprovistas de ideología, al menos de la ideología tal y como hoy se admite, y cargadas de futuro. Un futuro que, andando el tiempo, habrá de fecundarlas. Ahora, en nuestro tiempo, asoman su prometedor perfil, su bulto objetivo alrededor del grave negocio que es, en última instancia, el misterio inquietante de la humana criatura.
El grave negocio de acceder a ser persona y del que, al igual que la vida, "nous sommes chargés et qu'il faut terminer á notre honneur".
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