Los duendes de Madrid
El sol de media tarde acuchilla las calles de la Morería, marca implacables tajos de luz en las aceras estrechas de estas callejas empinadas que trepan a la espalda del Viaducto. Sombras piadosas sobre las decrépitas fachadas. Aquí y allá, redes y andamios, hormigoneras y cuadrillas de obreros que se afanan en darle nuevo lustre a los vetustos caserones.La plaza de la Morería no es plaza, ni plazuela. Aunque condense en su nombre todas las esencias del más castizo de los barrios, la plaza de la Morería es un mínimo ensanche, un modesto cruce de caminos en el laberinto. El barrio de la Morería duerme al sol y despierta bajo la luna cuando se abren las puertas de los cafetines y los pubs. En la calle de los Caños Viejos, que se corta abruptamente para mostrar el costado del Viaducto, está La Toldería, veterano boliche argentino, inscrito ya en la tradición de una ciudad que aprendió en la penumbra acogedora de su escenario zambas y milongas; cita indispensable de folcloristas con poncho y payadores perseguidos, exótico y perseverante santuario preservado en el tiempo y guarecido en uno de los rincones más enigmáticos de la urbe. Un rosario de nuevos bares proclama su vocación americana en las inmediaciones, el Macondo, el Mezcalito, el OK Corral, un club de jazz y un restaurante moderno que invoca una tradición más cinematográfica que gastronómica con su nombre: Miami Ocean. Drive. El mar como metáfora imposible aparece en el rótulo de otro bar, el Rompeolas. En este remanso de las mareas ciudadanas bulle una fauna. noctívaga e insomne que ha encontrado refugio en sus discretos callejones.En la plaza de la Morería nació don Pedro de Répide, dandi insobornable, cronista y novelista urbano de prosa castiza y romántica estampa de capa y chambergo, escritor costumbrista que fue uno más entre la milagrosa corte de los fantasmas madrileños y, haciéndose uno de ellos, consiguió evocar su presencia y dar testimonio de sus andanzas. Don Pedro de Répide, transfigurado en duende, sigue rondando por la Morería y el Alamillo, por los Caños Viejos y la calle Angosta de los Mancebos. Una sombra fugaz que escapa en una esquina y los acordes mecánicos de un organillo que suena en alguna parte son indicios de su espectral y amigable presencia, que acompaña a los paseantes que se pierden en la noche de la Morería.
Al sol de la tarde, pasada ya la hora de la siesta, la plaza de la Morería se despereza, con el estrépito de un taller de automóviles y el ruidoso ajetreo de los albañiles. Desde el balcón de una moderna casa de ladrillos que rompe el paisaje de la plaza, la llama de un soplete desparrama chispas y centellas sobre los escasos y desprevenidos peatones. Es preferible mirar las alturas, para prevenirse de los rayos celestes y para evitar la vista de los depredadores más fieros de la ciudad: los automóviles que se han comido las aceras, devoran los esquilmados parterres, forman murallas que impiden el acceso a la calzada y cuando se irritan hacen sonar sus chirriantes y turbadoras alarmas. La plaza de la Morería y sus entornos son zona de aparcamiento asilvestrado donde reina la ley de las cuatro ruedas. Los caballos de hierro campan por sus respetos, sin más freno que el que les imponen las vallas metálicas de las obras. Esta reserva histórica, el antiguo gueto ciudadano en el que se refugiaron los musulmanes madrileños cuando fue tomada la ciudad por el rey cristiano don Alfonso VI, vive una invasión más pérfida y acorazada que la de los guerreros cristianos.Barrio de pícaros y menestrales, la antigua aljama moruna nunca destacó, quizá ni quiso destacarse, en los anales de la crónica urbana, fue siempre un barrio discreto, laborioso y pacífico durante el día, desembozado y jaranero tras el crepúsculo. Barrio al que daban la espalda conventos y palacios de nombradía, casco de vías estrechas y cobijadoras de moros y cristianos pobres y pecadores. Las casas de la Morería se levantan sobre un dédalo de galerías subterráneas, túneles ignotos y abovedados de ladrillos, según la tradición de los alarifes moriscos. Un submundo plagado de idas y venidas, escapadas y fugas palaciegas y conventuales, un Madrid de novela gótica y folletín cuyo mohoso aroma puede percibirse en los sótanos de muchos establecimientos de la zona; en las húmedas cuevas que sirven de almacén a bares y colmados, donde no es raro vislumbrar la entrada de algún túnel cegado, cada cual con su correspondiente leyenda de adónde iba a parar y a qué fines servía.
Las obras del que sería emblemático y trágico viaducto, el Viaducto, cambiaron la enrevesada geografía del barrio de la Morería. Aquí estaba la empinada Cuesta de los Ciegos, así llamada por el prodigio que en ella obró un santo turista y peregrino, Francisco de Asís, que aprovechó su estadía madrileña para hacer algún que otro milagro y corresponder a su fama.
En el barrio de la Morería, aplastadas bajo el peso de la acorazada automovilística, duermen las leyendas, que a veces se desvelan cuando cae la noche.
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