Mercado y democracia: por qué no voto
Tanto la democracia política como el libre mercado son métodos de procesamiento de la información que permiten agregar las preferencias individuales en decisiones colectivas.Cuando comparamos ambos sistemas (como procesadores de información), lo primero que salta a la vista es el mayor refinamiento del mercado, que contrasta con el carácter un tanto primario de la democracia. El mercado es una especie de democracia flexible y sofisticada; la democracia, una especie de mercado rígido y tosco. En el mercado, la elección social es continua, tiene lugar cada minuto de cada día. En la democracia sólo se vota cada cuatro años. En el mercado se tiene en cuenta la intensidad de la preferencia. Como consumidor, no sólo expreso qué bien o servicio prefiero, sino también cuánto más lo deseo que el otro. En la democracia sólo me es dado señalar mi preferencia de un modo binario, sí o no, blanco o negro, sin matices métricos. En el mercado, la elección es diferenciada; como consumidor, puedo yo mismo elaborar mi propia cesta con elementos procedentes de diversas ofertas. Los partidos políticos, sin embargo, sólo me ofrecen paquetes globales cerrados; no me permiten confeccionar mi propio menú.
Por todo ello no es de extrañar que el mercado permita la solución fluida y eficiente de complejísimos problemas (como el abastecimiento continuo de una gran ciudad), ante los que siempre han fallado los sistemas de planificación política. Cuando los políticos -cual elefantes en la cristalería- han interferido en el mercado y se han puesto a regular los horarios de las zapaterías, los precios de los teléfonos o los alquileres de los estancos, lo único que han conseguido es distorsionar la economía y reducir el nivel y la calidad de vida de los ciudadanos.
El mercado organiza la producción y distribución de bienes y servicios de un modo globalmente óptimo a través del mecanismo de formación de precios. Cada miembro de la población (en su circunstancia concreta) revela sus preferencias en cada momento mediante su decisión de ofrecer o comprar ciertos bienes y servicios a ciertos precios. Los desajustes se eliminan mediante variaciones en los precios, hasta alcanzarse el equilibrio (provisional), en que se manifiesta la decisión colectiva del grupo.
Donde el mercado funciona, siempre funciona mejor que la elección política. Pero no funciona en todos los ámbitos, por lo que no puede suplantar a la democracia y al sistema electoral. No funciona, por ejemplo, cuando se trata de obtener bienes públicos (como la seguridad ciudadana, la protección de la naturaleza, el aire limpio, la investigación científica o el alumbrado de las calles), qué sólo pueden ser ofrecidos a todos o a nadie, por lo que no se les aplica el mecanismo de los precios. El mercado genera desigualdad, pues premia la eficiencia y no todos somos igualmente eficientes. Sin embargo, hay ciertos derechos y libertades básicos que queremos ver igualmente distribuidos: la igualdad ante la ley; la igual protección de nuestra vida, salud, libertad y propiedad frente a las agresiones de los demás; la igualdad de oportunidades y la ausencia de discriminación, etcétera. También queremos solidarizarnos con nuestros conciudadanos más desamparados, incapaces de trabajar y, por tanto, marginados del mercado. Además, el mercado mismo requiere -para su buen funcionamiento- la existencia de una instancia política que garantice el respeto de las reglas del juego y el cumplimiento de los contratos y que evite las trampas, engaños, monopolios, carteles, corporativismos y cuantas prácticas pongan en peligro la libre y eficiente competición económica. Por todo ello, la democracia política sigue siendo necesaria.
Ya vimos que, en la democracia convencional, los partidos políticos sólo ofrecen paquetes integrados de propuestas, en cuya composición el votante no participa. De hecho, con mucha frecuencia ocurre que el votante no ve reflejadas sus preferencias en ninguno de los paquetes. Lo que él desearía es confeccionar su propia cesta, tomando esto de un programa y aquello de otro, pero el sistema no se lo permite. El mercado, sin embargo, no me obliga a comprarlo todo. en un mismo almacén. Puedo, si quiero, comprar mis zapatos en El Corte Inglés, mis calcetines en Galerías Preciados, mis camisas en la tienda de la esquina y mis espárragos en otro sitio.
Durante las últimas elecciones presidenciales norteamericanas, muchas mujeres simpatizaban con la política económica de Bush, pero coincidían con Clinton en su defensa del derecho al aborto. Les habría gustado votar a Bush en cuanto a los impuestos y a Clinton en cuanto al aborto, pero el sistema se lo impedía. Sólo podían votar a Bush entero (incluido su ataque al derecho al aborto) o a Clinton entero (incluida su subida de impuestos). No es de extrañar que al final tantas se abstuvieran.
Yo también me abstuve en las últimas elecciones generales, y me temo que tampoco podré votar en las próximas. No se trata de un frívolo desinterés por la política. Al contrario, ardo en ganas de votar. El problema es que no encuentro ningún paquete que no contenga sapos difíciles de tragar, y tampoco encuentro ningún programa que se tome en serio los problemas fundamentales del país (entre los que no se encuentran los GAL ni la corrupción). Si el sistema me permitiese espigar propuestas de unos y otros y constituir mi propia cesta, iría a votar aunque diluviase.
El mayor tesoro que posee este país es su naturaleza, y el mayor reto a largo plazo es conservarla, protegiendo gran parte de nuestro territorio y multiplicando los parques nacionales. A pesar de toda la retórica ecologista, la verdad es que tanto bajo Alfonso XIII como bajo Franco se crearon más parques nacionales que en los 12 años de gobierno socialista. Sólo ahora finalmente el Congreso ha aprobado la creación del parque de Picos de Europa, y eso con el voto en contra del PP (Dios nos pille, confesados).
El más escandaloso problema social de España es el paro, el mayor de Europa. Todos los economistas y los organismos, económicos internacionales se han cansado de repetir que este paro es la consecuencia inevitable del sistema español de contratación laboral, con el despido más caro y complicado del mundo. En la época de la autarquía eso daba igual, pero la apertura de nuestras fronteras ha multiplicado los riesgos. Casi hay que estar loco para crear ahora un puesto de trabajo indefinido en España. Los parches de la reciente reforma laboral obviamente no sirven para crear empleo estable. Sólo una liberalización profunda del mercado de trabajo puede conseguir ese objetivo. Los socialistas lo saben, pero temen enfrentarse a los sindicatos. Pero los sindicatos no habrían protestado más de lo que ya protestaron (con huelga general y todo) si la reforma hubiera sido la que el país necesita. Pasa como con el aborto. Los socialistas hicieron una ley cicatera e insuficiente para no molestar a los obispos. Pero los obispos protestaron igualmente. Los socialistas se llenan la boca de retórica ecologista, pero han creado menos parques nacionales que Alfonso XIII o incluso que Franco. ¿Cómo votar a un partido tan anquilosado, apocado y carente de visión y de coraje como el PSOE?
¿Cómo votar a los populares, cuyo programa parece consistir en la monomaniaca reclamación de elecciones anticipadas? Quizá harían una política económica mejor que los socialistas, pero no lo sabemos, pues apenas la explican. Sólo hablan de corrupción, como si ésta fuera consustacial con los socialistas, y no una excrecencia invariable del poder. Además, su postura tan reaccionaria en temas de libertades individuales y en protección de la naturaleza los hace poco atractivos. Incluso votaron recientemente en el Congreso contra la creación del parque nacional de Picos de Europa.
Izquierda Unida es el partido que mejor defiende ciertos derechos individuales, como el de las mujeres a abortar, o la supresión del servicio militar obligatorio, y vota a favor de los parques nacionales. Pero cuando Anguita habla de economía me recuerda demasiado a Jiménez del Oso hablando de los platillos volantes. El programa de Convergéncia i Unió es una extraña mezcla de modernismos y arcaísmos, incluyendo entre estos últimos su desprecio por la libertad de los ciudadanos para elegir la lengua en que se eduquen sus hijos o el día en que hagan sus compras.
En resumen, en cada partido encuentro propuestas aceptables e inaceptables. Si pudiera fraccionar mi voto por temas y partidos, daría fracciones de mi voto a partidos distintos en cuestiones diversas. Quizá en el futuro la teledemocracia me permita votar sobre temas concretos, y con gran entusiasmo televotaré apretando botones. De momento, la democracia actual sólo me ofrece elegir a quién de entre nuestros marrulleros políticos le doy un cheque en blanco y le entrego mi completa confianza. Pues bien, a ninguno. Espero que el día de las próximas elecciones (anticipadas o no) haga buen tiempo para ir a la playa.
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