El regreso del saltamontes
El pequeño saltamontes ha vuelto a TVE-1 (los martes, a las 22.30). Pero el pequeño saltamontes no es el mismo con cuyas andanzas se familiarizaron los espectadores españoles de mediados de los años setenta. Bueno, sí, el actor es el de siempre, David Carradine, pero. interpreta al nieto del pequeño saltamontes original. Además, tiene un hijo que trabaja de policía en las malas calles de Nueva York y con el que acabará formando, intuimos, una pareja demoledora.La actual Kung Fu enfrenta al actual David Carradine con un monje renegado que, tras prender fuego al monasterio en el que vivían y acabar (¡eso es lo que cree!) con él y con su hijo, se instala en el Chinatown neoyorquino a ejercer de genio del mal. La aparición del monje Carradine (que, como siempre, viene no se sabe de dónde, pero con la flauta y las chancletas de costumbre) enviará al traste sus perversos planes.
Como la serie original, la secuela se resiente de un trascendentalismo un tanto ridículo que se pone de manifiesto en las frases crípticas que Carradine suelta sin parar y que, francamente, están a medio camino entre la perogrullada y la nada más absoluta.
Pero cuando las frases rimbombantes ceden su lugar a las bofetadas y a los tiroteos la cosa resulta bastante más estimulante. En esos momentos, Kung Fu se convierte en una digna serie de acción que, aunque se quedará corta para los seguidores de John Woo, puede entretener bastante a los fans de ese armario bruselés disfrazado de actor que atiende por Jean-Claude van Damme.
Nada en la serie es un prodigio de originalidad. Los hermanos del alma convertidos en enemigos acérrimos son un tópico empleado cien veces. Y la eterna lucha entre el bien el mal es, más que una metáfora, un lugar común.
Pero, por lo menos, y dejando aparte ese misticismo de estar por casa que asoma de vez en cuando su aburrida jeta, Kung Fu propone un entretenimiento que no toma (del todo) al espectador por tonto y que no carga las tintas en la violencia, plasmada en la serie en esa cámara lenta que tanto gustaba al difunto Sam Peckinpah.
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