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Tribuna
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El traspiés

He leído que los guardaespaldas del juez Garzón pidieron a Europa Press las imágenes del traspiés del otro día. Las pidieron en el nombre propio del juez, he leído, y con el argumento de que podrían servir para hacer comentarios malintencionados. Lo comprendo muy bien: a principios de la época socialista, la señora Carmen Romero, vestida de noche, resbaló en algún escalón suntuoso. Y la agencia Efe transmitió una fotografía donde el cuerpo caído de la señora se ocultaba con pudor muy tierno. De la misma manera, bien saben los fotógrafos del mundo que no pueden fotografiar a los reyes comiendo. En cambio, sus traspiés no están vedados: el otro día cayó la Reina y la Zarzuela calló.Lo de Garzón, lo de sus escoltas es, pues, muy explicable. La imagen de este fragmento de la democracia española, el signo que rescatarán los cronistas, muchos años después, braceando entre el olvido, será sin duda las entradas y salidas del juez del edificio de la Audiencia. Diez escalones arriba, diez escalones abajo. Allá estará todo. Incluso el ritmo estacional: lo hemos visto en los días glaciales de Madrid embutido en su parka -con k, pero la c bien cuadraría también-; luego, en los avisos de la primavera, con la prenda sobre los hombros y finalmente, esta semana, a cuerpo gentil. Nunca habla, casi nunca sonríe: el juez sale del coche camino del fosco averno de cristales ahumados. Lasciate ogni speranza. Nunca sucede, en el paisaje mediático, nada más que eso. Un hombre que va y viene de la ruina y de la muerte, y que por fortuna sigue intacto. Comprendo que no quiera dar pasto a metáforas facilonas. Admito que buena parte de la suerte de la democracia española depende de que sigamos prendidos a esa rutina gris del voy y vengo. Pero en la orden dada a sus guardaespaldas hay un punto muy naif de soberbia. Un apego al fotograma. Y un desprecio, sobre todo, de la humanísima sentencia: tropezar sin caer es adelantar.

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