Sucedió en Castelló
Sucedió en Castelló, que es calle relativamente ancha, habitada, vivida, comercial y tranquila. Aunque esto último pertenece al pasado, si bien se mira. Ocurre con muchas calles de Madrid -relativamente anchas, habitadas, vividas y comerciales- que fueron tranquilas hasta que las invadieron los bárbaros. No son problemas inherentes a la modernidad con su movida, ni siquiera a la drogadicción con sus secuelas de delincuencia. Son, antes bien, las amargas consecuencias del abuso, la prepotencia, la insolidaridad y los malos modos de una parte no pequeña de la ciudadanía.Si se toma aquí de referencia la relativamente ancha, habitada (y todo lo demás) calle de Castelló, no es por su relevancia urbanística en la Villa y Corte, ni por favoritismo, ni por manía persecutoria. Se toma porque acaeció en ella un hecho singular, que llenó de perplejidad a todo el vecindario.
En realidad fueron dos hechos singulares. El primero consistió en que apareció la grúa. Y no una grúa, sino tres grúas, una detrás de otra. Llegaban con atronante rugir de motores y chirriar de cadenas, y parecía la avanzadilla acorazada del ejército de liberación. Los vecinos, al verlas, daban vivas, entonaban aleluyas, agitaban pañuelos, derramaban pétalos de rosas, en loor de los chóferes, los mecánicos y la representación de la autoridad competente vestida con uniforme de campaña. Algunos más apasionados querían pasearlos a hombros.
Nadie en el barrio acababa de dar crédito a sus ojos. Años llevaba la calle de Castelló -como tantas otras relativamente anchas, habitadas, vividas, de este proceloso Madrid- secuestrada por los automovilistas abusones, prepotentes, insolidarios y mal educados. Allá los turismos y las furgonetas, las motos y los camiones, en doble fila todo a lo largo, prácticamente desde la calle de Alcalá a la de María de Molina, que si se vienen a echar cuentas es algo así como la Línea Maginot. Allá esos mismos coches y estruendos metálicos sobre dos ruedas encima de las aceras hasta ponerlas a tope. Allá, los recados de cinco minutos y las diligencias de una jornada laboral entera, las cargas y las descargas, los ruidos, las suciedades, los destrozos y los taponamientos.
Y, mientras tanto, los vehículos en tránsito sin poder circular, los viandantes jugándose la vida por la calzada, las madres escalando obstáculos con los cochecitos de sus bebés; asendereada la vecindad entera sin entender por qué había de ser víctima del abuso, la prepotencia, la insolidaridad y la mala crianza de una parte no chica del paisanaje, todos los días de la vida, sin que el Ayuntamiento y los guardias a su servicio restablecieran la paz y la justicia holladas.
En ésas se estaban ira y resignación con difícil alternancia e imposible coyunda, cuando una inesperada tarde cualquiera sobrevino el primer acontecimiento singular tan alborozadamente acogido: las grúas tres, los mecánicos, los agentes. Y casi sin solución de continuidad, el segundo: tal cual empezaban los mecánicos a izar los coches mal aparcados, un guardia detenía cuantos pasaban por allí cuyos conductores no llevaran puesto el cinturón de seguridad; es decir: todos. Y fue ella. Las tres grúas en acción, los conductores descinturonados que no salían de su asombro, el tránsito detenido, frenazos, concierto de bocinas, protestas y discusiones, el mare mágnum, la desconcatenación, el caos.
Quienes antes entonaron laudes y gaudeamus, rezaban ahora al santo patrón para que se llevara de allí aquella turba atacada de voracidad sancionadora y su división acorazada. La multitud hacía cábalas y nadie alcanzaba a entender la sinrazón de semejante actitud, salvo uno, quien, emergiendo de entre la masa espectante, gritó: "¡Es huelga de celo, lo hacen aposta!". Fue una ocurrencia, una discutible moción de alguien que, por cierto -se le conoce bien en el barrio-, está divorciado, para nada sirve pues alcanzó la jubilación y, además, ¡fuma!
Desde entonces no han vuelto por Castelló ni grúas guardias. Y tampoco se les echa de menos. Pero se les recuerda. ¡Vaya si se les recuerda!
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