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Debutantes

A veces, en algunos lugares de mi ciudad ocurren sucesos tan sorprendentes y extraordinarios que se dirían mutados de siglo. Lances que ni la imaginación más desbordante habría sido capaz de maquinar. Cosas, en fin, que impactan. De hecho, y pasados ya unos días, todavía no he logrado asimilar una noticia publicada el 20 de febrero en El País Madrid y que hacía referencia a un baile de máscaras (de debutantes, quiero decir) celebrado en el hotel Palace por 36 jóvenes de probado abolengo que buscaban presentarse en sociedad. Según los informes aportados por los reporteros desplazados, el acto tuvo lugar en dicho hotel durante la noche del sábado 18, revistió una innegable grandiosidad y fue perpetrado por la asociación Vía María, cuya presidenta, Carmen Grandall, declaró a los postres que el festejo había sido organizado con fines benéficos; más en particular, "para equipar un centro de preparación dirigido a madres solteras y marginadas" (sic). Esta manifestación, a mi entender, constituye un bonito y moderno detalle de carácter social, muy apropiado, además, porque viene a relevar con notable acierto aquellas actividades de antaño, tan relacionadas con las inclusas, los roperos, los niños pobres y la tuberculosis. Previamente, y a 18.000 el cubierto, había tenido lugar una cena, y todavía sin haber hecho la digestión, las 18 señoritas debutantes, tomadas del brazo por sus caballeros consortes, accedieron a la pista en riguroso orden, dando paso a la misión humanitaria para la que habían sido convocadas. En ello, avanzaba la noche, el maestro de ceremonias leía los larguísimos apellidos de los participantes, y la presidenta de la velada, la archiduquesa Constanza de Habsburgo (aquí hay nivel), observaba la escena desde una mesa adornada con un candelabro de seis brazos. Por otra parte, y según los datos recopilados, no hubo incidentes, ni fallos de protocolo, ni resbalones sonados, ni aun salidas violentas de la pista, y eso que el vals es una música bastante engañosa y traidora, propensa no sólo a los marcos, sino también, en ocasiones, a lograr que uno de los bailarines salga despedido a seis o siete metros de distancia con respecto al lugar designado para las Piruetas. Tal es el carácter de la fuerza centrífuga.Pero prosigo: finalizado este primer baile, 3, tras los retoques personales de rigor, los caballeros acompañantes sacaron a bailar a sus señoras madres, mientras las debutantes de salón buscaban con ojillos pizpiretos a los padres de su pareja. Reglas de tipo imperial, sospecho, modelo Francisco José, imagen viva de aquellos tiempos dorados en los que no existían ni los 386, ni el yogur de fresa, ni los sindicatos, ni los chips.

Y llegado a este punto de la narración, me confesaré en voz alta: uno, entre sus anhelos más secretos, siempre quiso participar en alguna actividad de este tipo. Y no lo digo por dármelas de nada, pero lo cierto es que en los sectores más selectos de mi familia se asegura que procedemos de un rey navarro con apodo de alpargata. Admito, claro está, que estas credenciales puedan resultar en principio un tanto vagas y confusas, pero hoy día, y tras los avances de la investigación genética, no creo que represente un problema certificar mis orígenes. Desde luego, y si se hace imprescindible, estoy dispuesto a pasar las pruebas necesarias. En todo caso, llegado el momento, y sea cual sea el resultado de los análisis, suplico a quien corresponda que no se me deje fuera del próximo guateque. Y es que somos muchos los que todavía creemos en ciertos principios básicos, tales como la heráldica, la nobleza eterna del apellido, la sangre azulada, la pasta gansa y demás atributos al uso, tan procedentes como divinos y cromosómicos.

Y aunque este año me haya enterado tarde, para el próximo, y ya con los papeles en regla, es mi intención acudir a este acontecimiento en un lujoso carruaje tirado por dos caballos, acompañado por varios pajes (en concepto, digamos, de personal de seguridad) y avalado además por el orgullo de estirpe. Mi vestimenta, sin embargo, no será del todo convencional. En realidad, yo quiero retroceder un poco más en el tiempo: nada de pajaritas, mocasines de diseño o chaqué alquilado. No. Yo iré con capa de vuelo suelto, con una cajita de rapé, con peluquín rizado al vapor, con florete veneciano, con polainas de seda, y quién sabe si hasta con unos botines guapos, de esos que con su punta ascendente parecen retar al cielo (adjunto croquis mental del modelo).

Todo ello, claro está, si esta noticia no obedece a una inocentada a destiempo.

Alfonso Lafora es escritor.

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