El divorcio
Recuerdo muy bien la boda de Chábely, no ya porque fuera recibida como el acontecimiento público más oligofrénico de la década, sino porque consiguió congregar en torno a él a representantes de todas las fuerzas sociales. Efectivamente, ningún otro suceso público ha gozado de aquella capacidad de convocatoria: asistieron representantes de las finanzas, de las artes y las letras, de la política, de la Iglesia, del Ejército, de la canción... Por decirlo de un modo rápido, asistió todo el mundo. Quizá no vuelva a darse otro suceso, subnormal o no, en el que coincida gente tan importante y tan dispar como en aquel enlace, en torno al cual España entera logró ponerse de acuerdo durante algunas horas; al menos, claro, que a la Complutense le dé por nombrar honoris causa a De la Rosa. Hay doctorados honoris causa que, sin resultar mucho más inteligentes que esta clase de bodas, también tienen la virtud de reunir a cantidad de gente y de conciliar, por tanto, voluntades antagónicas. O sea, que tampoco hemos olvidado la ceremonia por la que Mario Conde fue investido doctor honoris causa. No resultó, desde el punto de vista de la variedad antropológica, tan completa como la de la boda de Chábeli, pero compitió con ella en talento artístico y consenso político.
Malo fue que encarcelan a Conde cuando aún teníamos en la retina, además de su imagen de doctor, la fotografía de los invitados al acto. Pero lo que no creo que este país pueda soportar mucho tiempo es el divorcio de Chábeli. En eso se nota que las cosas van mal y no en la cotización de la peseta: si se nos caen los símbolos en los que se concentra todo el significado de una época, estamos perdidos. Yo les pediría a Chábeli y a Bofill que se lo piensen antes de destruir su matrimonio. Si no por ellos, que lo hagan por España. Muchas gracias.
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